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jueves, 25 de febrero de 2010
Los placeres de La Habana
LOS PLACERES DE LA HABANA
Vicente Romero
(2000, Editorial Planeta).
Fragmento: CAPÍTULO 1º. La Habana, febrero de 1996.
Mediodía del lunes.
El militar no les quitaba los ojos de encima. Mariano había notado su mirada hostil desde que bajaron del autobús. Los había visto llegar, apostado en uno de los laterales del hotel Meliá Cohiba, y ahora los examinaba fijamente desde el fondo del vestíbulo, sin importarle que su curiosidad fuese advertida. Apoyado en una columna, era como uno de esos guerrilleros revolucionarios que aparecen en las películas de Hollywood: enjuto, con una casaca verde y cierto aire patibulario. Su actitud, observando los esfuerzos de Armando por mantenerse en pié, resultaba más siniestra que impertinente.
Incómodo, Mariano se dijo que no había motivos para inquietarse. Porque ellos no eran los únicos ebrios entre el numeroso grupo de españoles, sino que la mayoría había bebido demasiado durante el largo vuelo desde Madrid. Pero se sentía avergonzado por el comportamiento escandaloso de su amigo y se esforzaba inútilmente en mantenerlo controlado. Buscó amparo en la desordenada cola que se estaba formando frente al mostrador de recepción, tiró al suelo el cigarrillo que acababa de encender y lo pisó.
Armando no entendía por qué su compañero le mandaba callar y se obstinaba en que se sentara sobre la maleta. Tampoco estaba en condiciones de preocuparse por nada. Sus voces, risotadas y ademanes aparatosos no sólo habían atraído la atención del centurión de gesto severo, sino que lo habían convertido en motivo de diversión para los demás pasajeros ya desde dos horas antes de llegar a La Habana. Empezó a beber en el bar de Barajas y siguió pidiendo una copa tras otra durante en el avión, decidido a empezar cuanto antes la larga juerga que debían ser sus vacaciones en Cuba, incluyendo un fin de semana en la playa de Varadero. Mariano no había querido mantenerle el ritmo. Pero le había reído sus gracias, mientras los demás lo contemplaban con esa simpatía mutua que se crea entre quienes se mueven empapados en alcohol.
Uno de los periódicos que habían hojeado nada más despegar aseguraba que Madrid-Habana era la ruta internacional con mayor consumo de bebidas, según estadísticas de las propias compañías aéreas. Bastaba con mirar alrededor para comprobar la verosimilitud de tal información, con el whisky corriendo de un lado a otro entre incesantes idas y venidas de las azafatas. A mitad del trayecto, los retretes ya estaban imposibles. Seguramente la tripulación de Iberia consideraba que no le pagaban para limpiar los orines ni los vómitos derramados alrededor de la taza. Y se limitaba a cerrar los servicios.
Casi todos los viajeros eran hombres de mediana edad, solos o en pequeños grupos. Tan sólo unos pocos se diferenciaban, gracias a ese aspecto neutro de los negociantes ejecutivos, bien peinados y uniformados con maletines de attaché y trajes de Cortefiel. Junto a ellos destacaba una pareja, que parecía surgida de cualquier anuncio de lunas de miel exóticas y pagaderas a plazos. Aquellos tortolitos eran los únicos totalmente ajenos al barullo creciente que formaba el amplio grupo de aspirantes a disfrutar "los placeres de la Habana"... tal como los sugerían los folletos turísticos: sobre un fondo playero con un primer plano del culo de una mulata, rebosante de un mínimo tanga azul.
Armando siempre hablaba demasiado. No había parado de bromear desde que salieron de Madrid. Pero en el ambiente absurdamente formal de aquel hotel de lujo, Mariano empezaba a creer que se estaba pasando. Y que su alboroto podía resultar provocador a oídos del comisario político de película que les vigilaba tan ostensiblemente, porque vociferaba contra la lentitud en los trámites de registro. Pero su discurso irritado había comenzado algo más de una hora antes en el aeropuerto, protestando vivamente por lo que calificó de ridícula burocracia policial, tras aguardar veinte minutos ante el puesto de control de pasaportes. Se puso tan nervioso que desparramó por el suelo todos sus documentos y no fue capaz de agacharse a recogerlos sin perder el equilibrio. También se quejó a gritos de la tardanza de la cinta transportadora que no acababa nunca de escupir los equipajes, sin acertar después en la identificación de su maleta. Se acaloró al pasar la aduana, cuando le abrieron la bolsa de mano y le preguntaron qué contenían aquellas bolsitas de yerbas secas, cuyas infusiones eran lo único que le calmaba los dolores de estómago. Siguió lamentándose mientras se llenaba lentamente el autobús. Y se mantenía en la misma actitud intolerante. Pero aún peor que sus quejas fueron sus chistes, cuando quiso ponerse divertido.
-- Desde que pisé Cuba no he parado de hacer colas --exclamó-- Y además aún no he visto una sola puta. ¿Dónde coño están las famosas jineteras...? ¡A ver si nos han estafao!.
Las caras severas del personal de Meliá contrastaban con la complicidad de numerosos integrantes de la fila.
-- ¡Pues menuda mierda de sitio es este, que no tiene putas! --insistió-- ¿A qué creerán que hemos venido todos? ¿A algún congreso de munismáti... numistámica.?
Con paso resuelto, un camarero negro que exhibía una dentadura adecuada para un anuncio de dentífricos, se aproximó al grupo ofreciendo cócteles de bienvenida. Era el empujón que faltaba para derribar a algunos de los recién llegados. Sin embargo, a casi todos les pareció una buena idea tomar otra copa y las manos se arracimaron en torno a la bandeja. Incluso los ejecutivos comerciales perdieron su aparente dignidad, pugnando por abrirse paso hacia aquella bebida gratuita. Los recién casados fueron los únicos que no se alteraron, en su afán de estar lo más cerca posible el uno del otro, mentalmente aislados de las tres o cuatro docenas de borrachos que se movían a su alrededor con precaria estabilidad.
Mariano se encontró de nuevo con los ojos del militar. En el mismo momento, Armando giró sobre sí mismo, levantó el dedo como si se dispusiera a decir algo importante y basculó hacia atrás arrastrando en su caída dos o tres maletas ajenas. En su pirueta pareció que intentase abrazar al camarero. La bandeja voló por el aire. Y las copas que aún quedaban llenas se convirtieron en incontrolados chorros de líquido verde. Los gritos de los damnificados aumentaron el estrépito. Las carcajadas y los murmullos brotaron de todos los rincones. Antes de levantar del suelo a su amigo, Mariano volvió la cabeza seguro de recibir la condena del uniformado. Pero este había desaparecido.
Atardecer del lunes
Despertó sin saber qué hora podía ser ni cuánto tiempo había dormido. Caminó con pasos torpes hasta el baño y descargó una larga meada, consiguiendo a duras penas que cayese entera dentro del inodoro. Tenía el cuerpo pegajoso por el sudor, que el aire acondicionado había enfriado sobre su piel. Sus pensamientos eran turbios, y le dolían la cabeza y la espalda. El espejo le ofreció una imagen penosa: demacrado, sin afeitar, en desorden el escaso cabello que aún atesoraba... Se estiró lentamente, temiendo un brote de lumbago que habría sido el más inoportuno de toda su vida, la víspera de unos días de juerga ambicionados desde muchos meses atrás. A modo de conjuro, tomó dos cápsulas de Fiorinal con codeína y se bebió un vaso de agua del grifo. Ni siquiera le apetecía fumar. Consultó el reloj: la una y veinte, hora de Madrid. Un dato inservible, porque aún no tenía la mente lo bastante clara para calcular la diferencia horaria entre España y Cuba. Tampoco discernía si la luz incierta que se filtraba a través de los visillos era del amanecer o del atardecer. Se asomó a la ventana. El sol era un disco rojo, en un cielo azul oscuro. El alumbrado público estaba encendido y las gentes deambulaban muy despacio: anochecía.
Pensó en Armando y decidió hablarle por teléfono. No recordaba el número de su habitación y tuvo que preguntarlo a la telefonista. Repitió tres veces la llamada sin obtener respuesta. Y empezó a preocuparse. Aunque se había metido en la cama muy borracho, le parecía raro que no oyera los timbrazos. Habían quedado en descansar un rato y el que se levantara antes avisaría al otro, para no perder todo su primer día en La Habana. Pero tal vez la tajada que llevaba cuando se acostó fuera demasiado grande. Incluso podía haberla empeorado bebiendo algo más, ya que las dos botellas de whisky que habían comprado en la freeshop de Barajas iban en su bolsa. Entonces se le ocurrió que estuviera enfermo, que se le hubiese abierto la úlcera, o incluso que sufriera un coma etílico... Así que decidió ir a verlo. Para ganar tiempo renunció a ducharse y se vistió con la misma ropa, aunque apestaba a sudor.
Le pareció que el ascensor tardaba una eternidad. De los seis elevadores, estaban apagados los indicadores de cuatro y los dos que funcionaban permanecían detenidos en la última planta. Impaciente, optó por bajar andando desde el décimo hasta el séptimo piso. Llamó varias veces en la puerta de Armando. Pero tampoco tuvo contestación y, alarmado, acudió a conserjería para pedir ayuda. Tras el largo mostrador había un solo empleado, enredado en una farragosa explicación sobre un mapa de la ciudad. Los tortolitos del avión le escuchaban atentamente, sin dejar de acariciarse. Era evidente que también ellos habían pasado el primer día en La Habana en su cuarto, aunque por motivos muy distintos a los suyos. Impaciente, les interrumpió argumentando que estaba preocupado por su compañero.
Un botones lo escoltó y le abrió con una llave maestra. Tras encender las luces, saltaron por encima de una vomitona, cuyo olor agrio impregnaba el ambiente. Antes de ver a Armando, lo oyeron. Roncaba, tirado boca arriba y con los brazos abiertos en cruz sobre la cama. Debió de caer dormido sin acabar de desvestirse. Porque se había quitado la camisa pero no había conseguido librarse de los pantalones, bajados y atascados en los zapatos. Afortunadamente no estaba enfermo, sino totalmente frito.
Con un billete de cinco dólares, Mariano despidió al botones, que contemplaba la escena con una sonrisa poco discreta. Trató de reanimar a Armando dándole unos cachetes en las mejillas, pero fue inútil. Necesitaba unas cuantas horas más de sueño para eliminar el alcohol que anestesiaba su cuerpo, así que acabó de desvestirlo, lo acomodó en la cama, le puso una almohada bajo la cabeza y lo cubrió con la sábana. Arrojó un par de toallas sobre el vómito y dejó la luz del lavabo encendida para que pudiera orientarse cuando se levantase. Al colgar del picaporte el cartel de no molestar, se alegró de no haberse alojado con su camarada. El paquete turístico salía mucho más caro con estancias individuales. Pero había tardado muy poco en convencerse de que aquel gasto suplementario valía la pena.
El ascensor no obedeció la orden de subida y le dejó en el bajo. Mariano aceptó el pequeño cambio de planes que le sugería el destino, porque precisaba aire fresco y decidió salir sin preocuparse de su aspecto. Cruzó la plazuela y avanzó despacio por el malecón, iluminado con las luces justas, casi las imprescindibles. Ya se había cerrado la noche. Se paró a mirar las olas y atrajo a un enjambre de negociantes callejeros apostado en las inmediaciones del hotel. Rechazó varias ofertas de taxis particulares y puros de estraperlo. Cuando los cazadores de turistas comprendieron que no era una presa interesante, pudo detenerse y estudiar el paisaje humano. Algunas parejas se abrazaban, junto a las bicicletas que les servían de medio de transporte. Había muy poco tráfico. Reparó en que casi todos los coches eran viejos Lada, incluso vio algunos modelos norteamericanos muy antiguos, dignos de las ambiciones de un coleccionista o incluso de un museo del automóvil. El frescor del viento en la cara le abrió las ganas de fumar. Encendió un cigarrillo, pero le dio tos y lo arrojó en seguida al agua, recordando sus renovados propósitos de dejar el tabaco.
-- ¡Qué lástima, desperdiciarlo así!
La voz era de un joven que, a su lado, observaba el punto donde el pitillo cayó al mar. Como respuesta, le tendió la cajetilla de Ducados. El chico cogió uno y se lo pasó bajo la nariz, olisqueándolo.
-- Populares --sentenció-- ¿Tiene fuego?
Mariano sacó un mechero de propaganda de su empresa.
-- Quédatelo.
-- Gracias. ¿Es usted español?
-- Sí.
-- ¿Hace mucho que llegó?
No tenía ganas de hablar y fue cortante:
-- Quédate también los cigarrillos pero déjame en paz.
-- Oiga, tampoco hay que despreciar...
-- Es que quiero estar solo, ¿comprendes?
- Allá usted.
El muchacho se alejó fumando. Pero en seguida vino el relevo: se le aproximaron dos jineteras negras en ropa de trabajo, una con pantalones rojos exageradamente ajustados y otra con un body azul eléctrico. La mayor tendría unos veinticinco años y era quien llevaba la voz cantante. Esta vez Mariano asumió una conversación de catálogo. Después de todo, aquello era lo que le había traído a Cuba.
-- ¿Estás solo, mi amol?
-- Eso parece.
-- ¿Y no te gustaría dejar de estarlo?
-- Quizás. ¿Cuál de vosotras me haría compañía?
-- Si tú quieres, las dos.
Se le arrimaron una a cada lado, bromeando y acurrucándose hasta lograr que las abrazara.
-- ¿Cómo te llamas?
-- Mariano. ¿Y vosotras?
-- Ay, qué lindo es el acento español. Yo soy Carol y esta es mi prima Juani. Habla muy poquito, ¿sabes? Todavía es tímida.
Deslizó sus manos por los hombros de las muchachas y palpó descaradamente sus pechos, mientras ellas fingían resistirse entre risas. Entonces recurrió al tópico, como si tuviera que justificar aquellas caricias que empezaban a parecer exploraciones médicas.
-- Qué piel tan agradable...
-- Pues más abajo es aún más suave.
-- Imposible.
-- Dime mi amol, ¿no has estado nunca con una negra?
-- No. Y tampoco con dos.
Carol le miró, burlona.
-- ¿Cuántos años tienes?
-- Cuarenta y cuatro.
-- ¿Y cómo has aguardado tanto sin probar lo bueno?
-- A lo mejor todavía estoy a tiempo, ¿no?
-- Por supuesto. ¿Vamos?
-- Ahora no, más tarde.
No se sentía con ánimos para nada. Se desprendió de ellas con promesas vagas y emprendió la huida. Regresó al hotel considerando que el panorama ya era más halagüeño. Quince minutos habían bastado para comprobar que las noches de La Habana eran tal como le habían prometido. Saberlo le animó a afeitarse. Bajo la ducha se sintió revivir, y reunió fuerzas para hacer frente a la mezcla de desconcierto y sopor, fruto de los cambios de horario y clima, que le embargaba desde que se despertó. Tras ponerse unos calzoncillos limpios, empezó a creerse capaz de emprender sus proyectos lúdicos.
Buscó en vano la Guía Secreta de La Habana, que había consultado al principio del vuelo. Revolvió en la bolsa de viaje y en la maleta, aun sabiendo que no podía estar dentro.
- ¡Maldita sea! Debe haberse quedado en el avión, entre los periódicos.
En el fondo le daba igual. Saldría sin el libro. Tampoco debía ser difícil desenvolverse en una ciudad donde se habla español. Compraría un plano y preguntaría dónde cenar.
La respuesta del conserje le decepcionó:
-- En la primera planta, señor.
-- No. Fuera de aquí.
-- Permítame decirle que nuestra cocina es excelente.
-- Ya. Pero quiero dar un paseo. ¿Podría recomendarme algún restaurante?
Aquel empleado parecía severamente adoctrinado:
-- Hay muchos por toda la ciudad. Pero el nuestro es de los mejores.
-- Deme un plano de La Habana.
-- Verá, señor: los planos no se pueden regalar. Los vende la Organización del Turismo.
-- Pues véndame uno.
-- Tiene que ir al despacho de Tour Operators.
-- ¿Dónde está ese despacho?
-- Al final del hall, a la derecha. Pero ya han cerrado. Vaya por la mañana, a las ocho.
Hasta el mostrador de Caja, donde Mariano fue a cambiar unos dólares por pesos convertibles, llegaron los gritos indignados de un individuo de cincuenta y tantos años, grueso y calvo, que proclamaba 'haber pagado intencionadamente una doble'. En seguida su discusión con los encargados de la seguridad se convirtió en una aparatosa bronca, que sobresaltó a cuantos se encontraban en el vestíbulo e hizo que los parroquianos del bar alargasen el cuello. El huésped empujó con las dos manos a uno de los guardianes que le cerraban el paso. El gorila cayó al suelo y su teléfono portátil se estrelló contra la cristalera de la fachada. Porteros y vigilantes se abalanzaron sobre el airado turista, inmovilizándolo como si se tratase de un peligroso criminal. El pobre afirmaba en catalán algo así como que aquello era una vergüenza y un atropello de sus derechos.
Alguien, que debía ser el director o el gerente, llegó a poner orden. Mandó alejarse al personal implicado en el incidente, tras hacer que soltasen a su cliente y, hablándole en catalán, lo condujo hábilmente a un lado. El hombre estaba rojo como un tomate, sudaba a mares y jadeaba. Su mano izquierda sujetaba fuertemente el antebrazo de una negra veinte centímetros más alta que él, con cara de pensar "esto ya lo sabía yo, pero el muy cabezota insistió en traerme."
Mariano comprendió en seguida lo que ocurría. Y se sentó en un sillón cercano, dispuesto a contemplar el final del espectáculo. La incorporación de otro directivo del establecimiento a la discusión forzó que ésta prosiguiera en castellano. El gordo alegaba que durante sus anteriores estancias en La Habana, la cubana entraba por aquella misma puerta, se quedaba a dormir con él y la camarera les llevaba el desayuno a la cama.
-- Si los porteros nos saludaban con reverencias y le decían "buenas noches señora", ¿por qué ahora le impiden entrar y la tratan como a una puta, collons?
-- Es que las cosas han cambiado. Al parecer usted desconoce el decreto que se publicó hace unos días.
-- ¿Qué dice ese decreto?
-- Prohibe que los cubanos entren en los hoteles de turismo internacional, a no ser que ocupen su propio cuarto y paguen con divisas.
-- ¡Pero qué estupidez es esa! Si el bar está lleno de cubanos...
-- Son otra clase de gente, señor: personas conocidas.
-- ¿Y mi novia no lo es, con la de noches que ha pasado aquí?
-- Si quiere ir con ella al bar no hay inconveniente. Incluso daremos orden de que le permitan pasar todos los días. Pero sólo al bar.
Las explicaciones, pese a la paciencia y amabilidad con que se le brindaban, iban descomponiendo el ánimo del calvo. Cuando hizo un último esfuerzo de firmeza en sus pretensiones y amenazó con marcharse, le informaron fríamente que no le devolverían dinero alguno, ya que había contratado una tarifa bloque con avión, habitación y desayuno incluidos e inseparables. Entonces se derrumbó y pareció que estuviera a punto de llorar. Se dio la vuelta y miró hacia arriba, a los ojos de la negra que seguía tras él con cara de circunstancias. Ella, que no había abierto la boca, le acarició una mejilla y dijo "vámonos Juan".
Mariano tampoco quiso esperar más. Se levantó y salió a la calle, contrariado. ¿Cómo era posible aquello? En Viajes Marsans le habían asegurado que podría dormir acompañado. Todo empezaba mal.
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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí
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