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jueves, 25 de febrero de 2010
PICHÓN (Libro de memorias)
Pichón (Libro de Memorias)
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EL NEGRITO RETINTO
Juan Goytisolo - Opinión
Sin himno, sin bandera y sin patria. Considerado como un provocador, el escritor Carlos Moore desvela en Pichón sus desencuentros con la burocracia comunista cubana
JUAN GOYTISOLO 09/01/2010
Carlos Moore nació en 1942 en un barracón del central azucarero Lugareño, en la provincia de Camagüey. Hijo de jamaiquinos que emigraron a Cuba en busca de mejor vida, conoció desde la infancia el racismo heredado de la época colonial, la estratificación social creada en función del color de la piel de sus miembros: blancos descendientes de los conquistadores, gallegos recién emigrados de la Península, mulatos de diversas tonalidades y negros prietos, estos últimos divididos aún entre oriundos de la isla y vástagos de los esclavos procedentes de Jamaica y Haití. Carlos Moore pertenecía al estrato social más bajo: el de negrito retinto, despreciado por su cabello pasudo y su bemba, y motejado en la jerga local de pichón.
Su descripción de los años de la dictadura batistiana es matizada y compleja: los negros se asociaban en las llamadas Sociedades de Color y practicaban sin trabas los ritos abakuás (los plantes ñañigos) y las ceremonias lucumíes, con su culto a los orishas (las divinidades africanas), así como el abeah o vudú jamaiquino. A través de sus hermanos de negritud conoció poco a poco el papel desempeñado por los suyos en las guerras de independencia contra la metrópoli (el célebre Quintín Banderas) y la matanza de los antiguos esclavos de la sacarocracia por el dictador José Miguel Gómez en 1912, cuando aplastó la rebelión del Partido Independiente de los nuevos cimarrones (episodio cuidadosamente barrido luego bajo la alfombra). Esta conjunción de factores influyó de forma decisiva en la toma de conciencia racial e ideológica del futuro escritor.
Por su condición de mulato, el dictador Batista era bien visto en sus comienzos por la "gente de color" -eufemismo entonces en boga-, pero la arbitrariedad, corrupción y poder tiránico en los que sumió a la isla le alienaron pronto dichas simpatías. El terror reinante en Cuba había empujado al padre de Moore a emigrar a Estados Unidos y en 1957 se embarcó con el resto de la familia con destino a Nueva York. Nuestro autor tenía entonces 17 años.
Allí, la politización de los grupos más cultos que frecuentaba le indujo a remontarse a sus orígenes africanos y a embeberse en el contenido de las obras que los reivindicaban. En el National Memorial African Books de Harlem, leyó a Aimé Césaire y Frantz Fanon, el Soliloquio del rey Leopoldo de Mark Twain. Tras la independencia del Congo belga, Patrice Lumumba se convirtió en su héroe y la causa anticolonialista pasó a ser el objetivo que en adelante canalizaría sus energías. Moore entró así en contacto con los Black Muslims y su carismático dirigente Malcom X al tiempo que se enfrascaba en la lectura de Le Roi Jones y trababa amistad con Robert Williams, el líder negro entusiasta defensor de la Revolución Cubana. La llegada de Fidel Castro a Nueva York en noviembre de 1960 a fin de asistir a la Asamblea General de Naciones Unidas y su instalación en el hotel Teresa, en el corazón de Harlem, fueron decisivas en su adhesión al marxismo como instrumento eficaz para acabar con el racismo arraigado en la Isla. Carlos Moore acudió a saludar al Comandante, se relacionó con los representantes del Movimiento del 26 de Julio y prosiguió sus actividades políticas con los grupos radicales opuestos al imperialismo norteamericano. El asesinato de Lumumba y la frustrada invasión de Playa Girón le convencieron de que su puesto estaba en Cuba y aterrizó en La Habana con una carta de recomendación de Robert Williams en junio de 1961.
Pichón nos revela los sucesivos desencuentros entre el joven Moore y la ya poderosa burocracia comunista creada por el nuevo régimen: su busca de un empleo útil a la causa revolucionaria en el ICAP (Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos), y la fría acogida de sus dirigentes; la oferta del ahora exiliado Robert Williams de trabajar como locutor en la Radio Free Dixic, dirigida a los negros estadounidenses; su encuentro casual con el haitiano Marc Balin y, a través de él, con Walterio Carbonell. La relación con éste y su lectura de Cómo surgió la cultura nacional (a la que dediqué un ensayo incluido en El furgón de cola) serían decisivas en su defensa de las tesis negristas y su revisión retrospectiva del pasado cubano. Moore descubre que la Revolución ha dejado de lado el problema racial: ya no hay blancos ni negros, sólo cubanos. Con la convicción de que Fidel ignoraba la magnitud del problema, viajó a Santa Clara a fin de entrevistar al recientemente fallecido Juan Almeida, el único dirigente cubano "de color". Su afirmación ante éste de que el racismo persistía en Cuba y sus quejas acerca del ICAP, suscita una respuesta inesperada del Comandante: o se calla o acabará frente a un pelotón de ejecución. De vuelta a La Habana, los burócratas del ICAP le someten a un verdadero interrogatorio policiaco: cómo conoció a Balin, cómo conoció a Carbonell... A continuación, Moore fue conducido a una celda de Villa Marista en donde se hacinaban los contrarrevolucionarios en espera de ser fusilados y permaneció veinte días en ella hasta ser liberado gracias a la intervención de Robert Williams.
La firmeza de sus convicciones ha sufrido una fuerte sacudida y las redadas de los homosexuales, amalgamados con los chulos y prostitutas, le convencen de que los derechos individuales han dejado de existir en la isla. Paralelamente, la persecución de los paleros (abakuás, lucumíes y otros adeptos de los cultos africanos) y la condena de un supuesto racismo negro, le llevan a ahondar en la busca de sus raíces. Considerado un provocador por los dirigentes del ICAP, sufrirá un encierro de cuatro meses en los barracones de los campos de caña de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) tras redactar una autocrítica de su "desviación ideológica".
La vertiginosa sucesión de acontecimientos relatada en el libro me condena a la brevedad: crisis de los cohetes, que reaviva sus sentimientos antiimperialistas; entrega impenitente a la causa africana mediante sus "amistades peligrosas" con Carbonell y el musicólogo negro Rogelio Martínez Furé; ingreso en la plantilla de la Embajada de Guinea, merced al cual obtendrá el visado para viajar a este país.
La biografía de Moore posterior a su exilio en Francia; sus viajes accidentados a Nigeria y Guinea, acusado a la vez de ser agente de la CIA y del G-2 cubano; su estancia de seis años en el más abierto y tolerante Senegal de Léopold Sedar Senghor, ocupan la mitad del libro y no caben en esta reseña. Me limitaré a subrayar una observación del autor que comparto plenamente como lector de Fernando Ortiz y de Lydia Cabrera, cuando señala que, contrariamente a las religiones monoteístas e ideologías monolíticas, no hay fanatismo alguno en el culto a los orishas: "Estas divinidades poseen atributos humanos que las hacen asequibles. A diferencia de la Cristiandad, el panteón africano no tiene un Dios Todopoderoso hecho de bondad y un diablo encarnación del mal. Tampoco las nociones de cielo e infierno. Los orishas asumen sus virtudes y defectos y uno puede comunicar directamente con ellos".
Autorizado a visitar Cuba a fines de los noventa, Moore hallará a su maestro Walterio Carbonell convertido en una sombra de sí mismo. Está escribiendo un poema, le dice, una obra maestra que le recita durante unos minutos. Pero no hay tal poema sino una lista de nombres de escritores y acontecimientos redactada en una prosa caótica y sin sentido alguno. Tras esta escena devastadora, Walterio le pide diez dólares para comprar papel y un bolígrafo.
Inútil decir que comparto la desolación de Moore ante la suerte cruel impuesta a nuestro querido amigo común, pero cuyas ideas fecundan hoy la autopercepción de la comunidad negra, no sólo cubana, sino de todos los descendientes de esclavos del Caribe y de Brasil en donde actualmente vive Carlos Moore, miembro de esa gran familia de los que no tienen himno, bandera ni patria; la del ser humano consciente de nuestra rica y compleja diversidad.
© EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España]
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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí
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