viernes, 4 de febrero de 2011

HOMBRES SIN ROSTROS


LOS ROSTROS DE LOS "HOMBRES SIN ROSTROS"

Este es un libro con un origen muy especial: fue escrito en una celda de aislamiento de la prisión Kilo 8, en Camagüey

Abel German, Valencia | 03/02/2011

[Tomado de CuabaEncuentro]



Hace algunas semanas recordé —a propósito de la redacción de una reseña— aquel sueño en el que Jorge Luis Borges recibía de un hombre sin rostro la memoria personal de Shakespeare. Entonces quise aludir a la autonomía que el novelista (despojándose de su rostro; es decir: de sus creencias, de su modo de ser el yo que es) debe conferir a sus criaturas. Hoy retomo esa imagen, pero lo hago en un sentido diferente, si no opuesto. Es decir, no tanto como metáfora —que también es—, sino como descripción objetiva de una circunstancia.

Y es que me referiré, no a una novela —como en aquella ocasión—, sino a un poemario. O sea, a una obra que, por su género, debe de tener una relación distinta con su autor. Se trata de Hombres sin rostros, de Ricardo González Alfonso, publicado por la editorial Sepha, España, en 2005. Un libro además con una “biografía” muy especial.

Fue escrito en la clandestinidad de una celda de aislamiento en la prisión Kilo 8, en la provincia cubana de Camagüey, donde su autor había sido confinado por sus actividades en el periodismo independiente, y donde no podía ver a los compañeros de condena. Estos eran solo voces, palabras, ruidos a través de las paredes. Eran “como hombres sin rostros”. Él mismo lo era.

Hay que imaginarse pues al poeta y periodista en su celda tapiada, inclinado, mientras escribía a escondidas con una caligrafía casi ininteligible. Hay que imaginarse cómo hacía para ocultar las “balitas” de papel en sus zapatos cuando tenía que salir de la celda para la requisa en la que los carceleros buscaban objetos prohibidos (entre ellos textos como éste). Hay que imaginarse cómo abría con cuidado, para no dañar el cierre, una cajetilla de cigarrillos, y cómo vaciaba la picadura y rellenaba cada cigarrillo con los poemas. Y luego hay que imaginar cómo pegaba la cajetilla con idéntica meticulosidad. Hay que imaginarlo en esa labor de miniaturización, arriesgándose para salvar los versos de la cárcel. Y luego hay que imaginar a su esposa Álida Viso en las espaciadas visitas, frágil, seguramente con miedo, cuando extraía de la prisión esa valiosa cajetilla. Después hay que imaginársela descifrando la casi criptográfica caligrafía; pasando en limpio cada poema; ordenando el manuscrito. Y después hay que imaginar sus esfuerzos por burlar los controles de la otra prisión (la gran prisión) que es Cuba, para sacarlo del país.

Hay que imaginarse todo eso para comprender cómo se confunden las biografías de estos versos y de las personas que lucharon por ellos. Es, sí, lo que suele ocurrir. Pero en este caso esas biografías (la del poeta, la de su esposa y la del poemario) desbordan el significado propio para convertirse en una alegoría: Representan la lucha pacífica de los cubanos por la libertad. Y todo en oposición a Ortega y Gasset[1], que aconsejaba separar la “vida intelectual” de lo que él llama la vida viviente. Porque al final —y éste es un buen ejemplo— se es un todo.

Pero hablemos del libro. Es un poemario con prólogo y con epílogo. Mas el prólogo no es un prólogo al uso. Su autor es Esteban Beltrán, director de la Sección Española de Amnistía Internacional, y consiste en un alegato por la liberación del poeta y del resto de los presos de conciencia cubanos. Tampoco lo es el epílogo. Lo escribió su esposa Álida Viso y se trata de un breve informe sobre el estado de salud del poeta, entonces muy enfermo.

Por tanto ambos (el prólogo y el epílogo) hablan de la situación del autor, no de sus poemas. Y se entiende. En circunstancias tan especialmente dramáticas es normal que importe más el poeta en riesgo que su libro. Espero que estas acotaciones ayuden a subsanar —aunque con seis años de retraso—, esa comprensible carencia.

Hombres sin rostros consta de cuarenta y tres poemas, y cada uno funciona como un capítulo o una ventana que se abre a diferentes momentos del presidio. Asistimos, entre otros sucesos, a su detención; entramos en su celda; compartimos su aislamiento; vemos y juzgamos a sus carceleros; asistimos a las requisas de su celda; compartimos su soledad; oímos cómo un reo sufre una golpiza; sufrimos sus noches de preso; nos duele la vista por esa luz perenne que durante tres meses le quemó los ojos; sufrimos alguno de sus abatimientos; asistimos a la triste intimidad del recluso; disfrutamos sus modestas alegrías; compartimos sus visitas; y sentimos un escalofrío la noche que compartió con el joven que fusilaron al amanecer.

Es, pues, como todo buen libro de poemas, una especie de dietario que refiere (y documenta) aquello que, como reacción al medio, sucede en el interior del sujeto que escribe. Es la realidad trascendida, previamente tamizada por los sentidos y por los sentimientos. La realidad convertida en palabra: el hecho humano por excelencia. Porque siempre que se habla de poesía, hay que hablar forzosamente, y en primer lugar, de idioma. De cómo —con cuánto acierto o desacierto— el poeta ha elegido y organizado las palabras, y de qué imágenes ha logrado para que el discurso poético y el mundo que lo motivó adquieran sentido en la conciencia del lector.

Y eso (entregar esas claves y disponer con ellas ese discurso) Ricardo González lo ha hecho muy bien.

Hay versos realmente memorables que lo demuestran. En ellos se apoya el conjunto hasta trasladarnos a su inquietante final: De retorno/ a los confines del espanto/ siento/ letra a sangre/ toda la cárcel./ Dudo/ de mis dudas/ y amo. (“Después del Apocalipsis”, ps. 67-68.) En el que la duda coexiste angustiosamente con la creencia y activa el indispensable trabajo de conocimiento.

Otros ejemplos:

Dieron la orden./ Me asignaron una cifra/ para descifrarme/ en esa ecuación/ donde uno es ninguno (p. 19).

Y bajo un cielo de hormigón/ iluminado/ por un astro/ de cristal/ yo canto (p. 21).

Solos/. Imaginar la mirada/ el gesto ajeno./ Como ciegos de tanto ver./ Como hombres sin rostros (p. 22).

El reloj de penas/ desgranó el tiempo./ Murió la hora/ de respirar/ la luz./ Nos llegó la celda (p. 28).

Se sacó un ojo/ y alguien impidió/ que se arrancara el otro./ ¿Verá ahora solo/ la mitad de su tragedia? (p.52)

Nacen huérfanas/ las palabras/ del presidio./ Nacen huérfanas/ y homicidas./ Ay de los años sombras/ de los años jerigonzas/ donde yace/ sin paz/ la magia/ tremenda/ del idioma (p.62).

Hay un proverbio árabe que afirma es imposible para el hombre saltar fuera de su sombra. ¿Pero siempre es así? Al leer estos poemas percibimos que no. Al menos no del todo. Ricardo González Alfonso se rebeló contra esa fatalidad. Se buscó a sí mismo en ese, su doble aislamiento (el de la cárcel y el de sí mismo) e intentó no perder su propio rostro; incluso procuró rescatar en lo posible los de otros presos. Y lo logró.

[1] Ideas y creencias, José Ortega y Gasset, 1940.


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Abel German es escritor, poeta y periodista cubano. Ha publicado El día siguiente de mi infancia (Editorial Letras Cubanas); Cubo de Rucbick (Editorial Unión) y Curiosidades (Ediciones Extramuros). Trabajó en la Agencia de prensa independiente “Cuba Press” desde su fundación como editor y articulista, colaborando, entre otros, con Radio Martí, Cuba Free Press, Cubanet y Revista HC de la Fundación Hispano Cubana. Actualmente se encuentra exiliado en España.
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Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
Ser culto es el único modo de ser libre.

José Martí
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