jueves, 25 de febrero de 2010

Memorias de un guerrillero cubano desconocido (Fragmento)


Memorias de un guerrillero cubano desconocido (fragmento*)
Juan Juan Almeida

PRIMERA MISIÓN SECRETA


Pasó algún tiempo hasta que yo volviera a jugar a los partisanos, pero con tanta repetición en los matutinos escolares volví a convencerme de que yo quería ser como el Che y que una simple retirada de cobardía, provocada por el instinto de conservación, no disminuye a ningún héroe, como demuestra nuestra historia reciente.

Mi carrera de guerrillero, como la de algunos otros amiguitos, fue muy bien guardada. Un buen día, cuando aún no había entrado en la adolescencia, alguien me rumoró al oído que Velasco Alvarado, el presidente de Perú, me había invitado a visitar su país. Lo primero que pensé fue que el tal Velasco se estaba volviendo loco porque sólo a un demente se le puede ocurrir invitar a un niño que no conoce; bastantes niños peruanos habría para invitar en Perú y seguramente mejor educados. Después supe que la invitación no era para mí, que yo iba colado pero como el tema era de viaje me preparé con urgencia porque a ciencia cierta, mis ideales, confundidos como los de muchos cubanos, estaban más cerca de Marco Polo que del Che Guevara.

No me gustó de tan impresionante aventura su carácter secreto, tenía que ser en silencio por mantener la sencillez de un guerrillero. Claro que terminé violando las reglas clandestinas porque me encanta el chisme y porque considero ridículo viajar sin presumir. Creo que a partir de ese momento comencé a diferenciarme de los llamados «modestos».

Viajamos varios amiguitos revolucionarios y un escolta, pero mantendré sus nombres alejados de tan importantes intentos parranderos para evitar problemas. El vuelo fue fascinante, más sabiendo que viajar era un derecho exclusivo de los hombres libres, los confiables. Los llamados gusanos, los que habían partido a Miami, esos no viajaban, se largaban por cobardes. Yo había montado aviones para viajar a Santiago de Cuba, pero nunca un avión tan grande. Estaba tan impresionado que hasta el traje y la corbata me parecían cómodos. Me comporté como mi madre ordenó: calladito y obediente durante toda la turisguerrilla.

En aquel entonces yo pensaba que viajar a otros países era como visitar otro mundo con cosas totalmente diferentes, que la gente vivía en cuevas o en naves espaciales, que volaban o flotaban como en mis sueños. Pero no, al abrirse la puerta de la nave se me apareció una ciudad cualquiera. Lima era como La Habana cuando el cielo está nublado, y todo el tiempo caía una especie de llovizna que no mojaba ni molestaba. La gente hablaba mi idioma, aunque con un ritmo bastante diferente y usaban un «pues» que simpáticamente me salía hasta en la sopa. Pero los colores, pues, sí que eran novedosos.

Según nos paseaban, la ciudad me iba atrapando, contándome aquellos enigmáticos secretos que fácilmente envuelven la imaginación de cualquier niño: un montón de gente, nuevos sabores que se movían desde la pachamanca al ceviche pasando por un dulce que sabía como a jabón de lavar, el casco histórico, un enorme fuerte a la orilla del mar, testimoniales museos de arqueología, la pesca en clavado de los pelícanos, y todo eso, envuelto en el fantasmagórico temor de estar constantemente acechado por un terremoto, hicieron de mi viaje algo fascinante.

Mi primer encuentro con el capitalismo fue con el chicle Adam’s, los caramelos «Halls», las jugueterías, el tobogán del parque de diversiones, el tren del terror, la casa de los espejos, los comerciales de televisión y los muñequitos de Popeye el marino. En mi Cuba infantil no existía nada de eso, los chicles estaban prohibidos, el tiovivo del parque Acapulco permanecía roto desde que se inauguró, en la casa de los espejos del extinto Coney Island sólo se perdían el detergente y el agua, y de los muñequitos ni hablar porque Mashenka andaba jodiendo con su oso, Elpidio Valdés se la pasaba peleando con los españoles, y Matojo, que era mi preferido, me aburría con su voz de vieja enamorada. En aquel entonces, qué ídolo de historietas iba a superar a Fidel Castro.

Nos quedamos en un hermoso vecindario, en una hermosa casa con un hermoso jardín, tras un hermoso muro y con un hermoso perro gran danés que llevaba por nombre Rocco. Rodeados de tanta hermosura comenzaron a aparecer las cosas desagradables: no se podía salir a jugar pelota en la acera porque en Lima raptan a los niños, no podíamos decir en público que éramos cubanos porque la prensa nos acecharía, no podíamos acercarnos a la puerta de la calle porque la CIA nos podía matar, y no podíamos invitar a nadie a la casa por temor a no recuerdo qué. De todas las restricciones sólo la última molestaba porque me pasaba las mañanas en la ventana vigilando a una niña que transitaba a diario con una mochila de cuero negra.

Nunca supe si iba para la escuela, pero era poco probable porque no usaba pañoleta. Varias veces me pregunté si mi desconocida amiga sería pobre o Testigo de Jehová, ya que los Testigos de Jehová eran los únicos que no usaban tan honorífica insignia pioneril porque, según me enseñaron, estaban confundidos o eran contrarrevolucionarios, y los pobres porque, fuera de mi país, la educación no es gratis y los niños nacen burros. Pero, burra o contrarrevolucionaria, me hubiese gustado conocerla, cargar su mochila y conversar con ella. Es más, creo que fue mi primer amor platónico.
Pasaron unos días hasta que llegó el momento de conocer a nuestro invitador. Nos condujo al encuentro uno de sus hijos que curiosamente romanceaba con una rubita cubana. No es que se comentara mucho, lo recuerdo porque a los cubanos nos encanta el comadreo. El muchacho presumió con elegancia su auto y su manera de conducir al estilo Fórmula Uno, recorrimos una gran distancia por una autopista gigante y como dos peajes. Si el Alvarado junior me hubiese sobornado con un par de chicles Adam’s, le hubiese contado que mi compatriota hembra estaba derretida por sus adornos y sus encantos de varón.

La reunión entre guerrilleros estuvo muy interesante, una casa de campeonato, una comida de cine y una piscina de lujo que no pude disfrutar porque había un perro manchado que me espantaba y aunque alguien gritó: «No se preocupen que no hace nada», hiciera o no, le tengo miedo a los perros y decidí no mostrar mis dotes de nadador.

En pocas palabras: el presidente estuvo como todo un presidente. Una conversación trivial en la que yo sonreí sin abrir la boca, el señor mandatario pensaría que entre sus invitados había un muchachito imbécil, pero preferí callar por miedo al papelazo y por no parecer lo egocéntrico que soy, sobresalir era peligroso y un solo error me podía poner de patitas en La Habana. Pero eso no se lo conté a mi madre, que días antes de salir de Cuba, me había hecho leer un libro sobre las famosas líneas de Nazca y las culturas precolombinas. A ella le hacía ilusión pensar que tenía un hijo culto que podría hablar tendido sobre Illapa, Inti o Viracocha, las deidades Incas que representan la luna, el sol y el Dios creador. Se comentó sobre la sencillez, la modestia y la humildad de la revolución cubana hasta que por fin se enfocaron en las rutas, el presupuesto y los preparativos de nuestra expedición. No recuerdo si fue allí o después cuando se entregaron un fusil AKM de fabricación polaca, una subametralladora israelita UZI, un fusil 2,2 con mira telescópica, mochilas, gorras y un montón de cosas que se repartieron según el nivel de responsabilidad de sus futuros portadores. Quiero imaginar que fue allí porque haber entrado a un país extranjero, cargando con todo ese arsenal, sería un acto verdaderamente irresponsable y violatorio del derecho internacional. Pero no importa, algo sí me quedó claro: sólo manejan el arte de vivir aquellos que hablan como los de izquierda, piensan como los del centro y viven como los de derecha.

Unos días después de la importante reunión comenzamos una expedición a la que alguien se empeñó en llamar con el ridiculísimo y sarcástico nombre de «Pioneros por el Amazonas». Parecería que el autor de tan insulsa frase no sabía que los niños cubanos no pueden salir de Cuba, ni siquiera acompañados de sus padres, a no ser en salida definitiva del suelo patrio, o en contadísimas delegaciones culturales o deportivas, pero era lógico y no lo voy a juzgar por eso, los políticos cubanos nunca saben nada o se hacen los que no saben.

El Cuzco es un alarde de energía, un derroche de culturas. Y la ciudad, con sus calles adoquinadas, el colorido vestuario de sus habitantes, y sus paredes de piedra, lo convertían en un lugar de sueños. Montar el tren fue una experiencia única y Machu Picchu fue el colofón porque su altura me provocó un soroche que me dejó como imaginé que quedaban las víctimas que los Incas ofrendaban con maíz y hoja de coca en sus fiestas a Inti Raymi.
Hubo algo que a los demás les encantó: dar de comer a las llamas. Es cierto que son animales inofensivos pero me provocaban cierto miedo porque yo las veía como un cuadrúpedo extraño perdido entre el caballo, la oveja, el conejo, y hasta se me parecían a aquel dromedario sucio y flaco que subsistía en el zoológico habanero comiendo caramelos «rompequijá».

Otro lugar inolvidable fue el desierto. Al menos yo nunca había visto tanta arena junta, mucha más que en cualquier playa, y se me hacía poderosamente curioso caminar y ver que unos segundos después el aire borraba todas mis huellas.

Después de esta experiencia nuestro grupo voló hacia Iquitos, otrora puerto importante cuando la fiebre del caucho. De allí salimos para el Amazonas donde tomaríamos una lancha para navegar por el caudaloso río hasta adentrarnos en la selva. No había puesto un pie en la embarcación cuando alguien jocosamente llamó nuestra atención sobre una mujer que lavaba su ropa en el afluente. Casi muero de estupor al ver que aquella «compañera» llevaba sus senos al aire y estos se movían con total libertad al ritmo de su oficio lavandero como si fueran los columpios de casa de mi abuela. Hasta ese momento yo sólo había visto las teticas de mis hermanas, insignificantes al lado de aquellas cosotas bailoteantes, por lo que no pude evitar fijarme sin querer hacerlo y por más que tratara de mirar hacia el firmamento azul de los poetas, mis ojos me traicionaban y corrían despavoridos a clavarse en los oscuros pezones de aquella exageración femenina. Pienso que aquella experiencia despertó mi afición por la pornografía. Ante tamaño sobresalto, la cámara de filmar, que era toda mi responsabilidad, cayó del bote al agua. Por suerte tuvo rápido arreglo y no pasaron males peores.

Nuestro capitán de fragata nos dio un largo paseo hasta un enclave turístico en el medio de la selva. Un hotel de construcción rústica pero inmejorable que me hacía recordar los chalets de las cacerías en Cuba, había hasta un tucán amaestrado y creo haber pensado que si la cosa era así, me encantaría la selva. Pescamos y comimos pirañas, vimos las anguilas y al rato nos fuimos a dormir.

Al otro día la cosa empezó a complicarse, salimos en canoas largas pero muy estrechas; si aquello se viraba, la familia de las pirañas que habíamos pescado la tarde anterior se desquitarían dándose tremendo atracón de carne cubana y en especial de la mía porque de seguro tengo la fibra muy bien condimentada por el exquisito arroz con pollo a la chorrera que mi mami preparaba los domingos.

Por fin, después de mucho rato de sufrir en silencio, llegamos a la orilla. Podría decir que desembarcamos cargados de ilusiones al estilo de Colón; pero en mi caso fue un naufragio. Aterricé de nalgas por no tocar el agua repleta de pirañas, anguilas y nutrias que son unos bichos espantosos parecidos a las ratas. Caminamos adentrándonos con dificultad por la tupida amazonía peruana en busca de asentamientos indígenas, yo me caía constantemente porque no miraba para el suelo y siempre estaba esperando el repentino ataque de jaguares, monos, serpientes u oficiales de la CIA.
A esas alturas echaba de menos la seguridad del hotel de paso y no quería estar en ese oscuro lugar donde nada se me había perdido. Mientras nos acercábamos al corazón de la selva, nuestro guía, para darle sabor al momento, nos decía que seríamos las primeras personas del mundo «civilizado» en tener contacto con los indígenas. El encuentro fue amigable, tuvimos un intercambio de regalos como muestra de afecto: trajes, plumas, flechas, arcos, cerbatanas, espejitos y otras cosas. Me sentí tan emocionado como pienso que se sienten los extranjeros que visitan mi país en busca de jineteras.

En una demostración de precisión los indígenas lanzaron sus dardos venenosos con enormes cerbatanas; y nosotros contestamos el gesto derrochando ráfagas de UZI y AKM. Nuestra sola presencia los hacía más humildes y salvo alguna risilla nerviosa por tanta pechuga desnuda de las indias, casi me echo a llorar por el dolor que provocaba en mí la sensibilidad hacia los aborígenes.

Nuestra experiencia colonizadora iba perfecta hasta que vimos escondidas en una esquina un montón de latas de cerveza y una radio grabadora. Es más, a los farsantes indios les gustaba más el chicle que a mí y esto desinfló mi globo de respeto, de fantasía y de inocencia. De algo tienen que vivir pero aquel show en el medio de la selva me decepcionó bastante. Yo estaba lleno de lodo de los pies a la cabeza y mantenía una imagen grotesca, me parecía a Robinsón Crusoe después del paludismo. Había recorrido medio mundo para que aquellos tipos sin dientes se burlaran de mi candor. Me disculpan los filántropos y los ecologistas pero yo me quedo con los estafadores del cemento; por eso entiendo a la jinetera que le roba a su cliente que se cree Diego Velázquez. A la selva no vuelvo más.

A nuestro regreso a La Habana nuestra guerrilla fue recibida con honores por haber puesto en alto el nombre de los pioneros. Por mi tremenda inmadurez política de entonces y de hoy, no entendí mucho; pero lo de guerrillero errante me gustó.

Pasó tiempo hasta que volviera a sentirme pasajero de un vuelo internacional. A los doce años de edad otra misión importante sonaba deliciosamente en mis oídos al brindarme la posibilidad y el honor de llevar nuestro estandarte, esta vez hasta México. Otro pasaporte, otras fotos, otras vacunas. No me gustan las jeringuillas, pero con tal de viajar soporto hasta violaciones. Me encantan los preparativos de un viaje, comprar ropa nueva, e ir al sastre, los planes para el visiteo y todo eso. Ya sabrá usted que cuando uno viaja, la gente le sugiere lugares, comidas, lecturas, etc. Yo me había comprado hasta una bolsita para los chicles porque ya había averiguado sobre la existencia de ese vicio capitalista pero nada, intento fallido. Una vieja indecente frustró mi viaje al país de los aztecas por entender que sus hijos tenían más condiciones que yó. Me tuve que quedar como se quedan las novias de telenovela ves- tidas y en la Iglesia. Bueno, en la iglesia no, porque las creencias religiosas entonces también estaban prohibidas. Mi único consuelo fue escuchar las historias de mis amiguitos que fueron, ver las fotos y agradecer regalitos baratos.

Dicen muchos dentistas que el chicle es dañino pará la dentadura; pero tengo que reconocer la pena que sentí al dejar a mis amiguitos con todos sus dientes sanos por no haber probado la toneladas de chicle que prometí traerles.

Juan Juan Almeida
La Habana

*Memorias de un guerrillero cubano desconocido,
Ediciones Espuela de Plata, Sevilla, 2009, pp. 10-18.

[Procedente del Blog "Penúltimos días]

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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí

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