jueves, 25 de febrero de 2010

FANTASÍA ROJA -Artículo-


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FANTASÍA ROJA O EL CUENTO DE NUNCA ACABAR
Por Alberto Morillas


El comunismo, como todo sistema totalitario, es profuso en lesiones y secuelas espirituales. Y los cubanos no somos una excepción en esa masa de damnificados. Por azares tan complejos, que, a veces resulta imposible discernir sus causas, vimos cómo a partir de los primeros años sesenta, la isla se convertía de un país subdesarrollado con ciertos logros, en un campo de ensayos ideológicos, donde se trabajaba día y noche por conseguir un hombre nuevo limpio de las trazas burguesas y las dolencias del capitalismo.

Para la década del 80, los primeros frutos irrumpían en la vida pública del país. No eran tan perfectos como el objeto soñado, pero de cierta manera, respondían a sus características esenciales. En ellos, el estigma de la burguesía y las normas de convivencia democráticas no aparecían como rasgos colectivos, y muchos estaban convencidos que el proceso en el que participaban era único -de cierta dolorosa manera era así-, y representaba una especie de futuro global, donde palabras como igualdad, internacionalismo y deber suplían las restantes ilusiones humanas. Ellos eran la vanguardia de la revolución, su cantera, su logro.

Desde pequeños lo habíamos repetido una y otra vez, ¡Seremos como el Che! (detrás de una columna, en todos los actos pioneriles, siempre había un borracho de ficción, que completaba la frase, "asmáticos, hijitos, asmáticos"). Y como el Che soñábamos ser, aunque ninguno supiera cómo realmente era el Che. Para la inmensa mayoría, un socialismo con rostro humano sería nuestro aporte a la historia de la felicidad y la justicia universales. La mejor de las contribuciones posibles a la miseria de los pueblos del continente africano, a los hermanos de Latinoamérica, el gran desquite de los oprimidos contra las desigualdades de los poderosos. Ya lo cantaba Silvio Rodríguez entonces, "El tiempo está a favor de los pequeños, de los desnudos, de los olvidados".

Pero hasta de los mejores sueños, cuando sólo siguen siendo eso, quimeras, palabras, ilusiones; se despierta uno. Y para principios de los noventa, los nuevos hombres dejaban la Isla. Desencantados, se iban a vivir las cruentas verdades del capitalismo, a enfrentarse con su mentalidad de ex afortunados a los mecanismos de existencia del mundo occidental, a sus leyes, desajustes y justicias. El campo de ensayos los expulsaba por imperfectos, cuestionantes e inconformes. En últimas, unos desagradecidos. La Revolución se los había dado todo y ellos le pagaban de la peor manera, con la desilusión, el deseo de prosperidad individual y el abandono. Uno de ellos, entre tantos, fue Iván de la Nuez, nacido en la Habana en 1964. Hoy, director de Exposiciones del Palacio de la Virreina, en Barcelona.

A diferencia de otros intelectuales y profesionales cubanos, quienes una vez en el exilio, se han cuidado de alejar sus esperanzas y sueños más aciagos de los entramados de la izquierda, De la Nuez se confiesa del rojo especial de la década del ochenta en Cuba, un rojo que se acerca al rojo de algún ocaso, y que cree en la idea de una Revolución minimalista, digamos que de baja intensidad, que tiene en el hombre y su libertad individual, el añadido que siempre le ha faltado al socialismo; reconoce como conclusión de su último libro, Fantasía roja (editorial Debate, mayo de 2006).

En él, pretende explorar los caminos abruptos de la fascinación que provoca (o provocó) la Revolución Cubana en la inteligencia occidental. Pero a medida que nos adentramos en su lectura, nos demora en consideraciones que si bien no cumplen con la ruta anunciada, dan cuenta del daño enorme que la presunción comunista dejó en el hombre nuevo cubano, en su mentalidad de émulo naciente del Che Guevara. Sobre todo, cuando uno ha creído encontrar la utopía, y en cambio, lejos de ese new brave world, ha descubierto otro mucho más pedestre y cercano, que tiene su paralelo en las vecinas dictaduras latinoamericanas y en los regímenes pavorosos de la Europa del Este. Duele sobre todo, cuando uno se ha tomado en serio la historia de un papel en la Historia, la importancia del tamaño inmenso de todos los sacrificios y una buena vez, descubre el calibre exacto de la falacia que ha ayudado a construir.

En este libro, Iván de la Nuez procura descifrar los entresijos de las diferentes fascinaciones que ha provocado en Occidente la Revolución Cubana. Una revolución que a noventa millas de los Estados Unidos muchos convirtieron, y así la han tratado, más como una idea que como una práctica. Iván de la Nuez explora esa identidad de objeto que ha asistido al pueblo cubano tanto en la ideología, la literatura, la música o el cine. No existimos más que como atrezzo de un proyecto mayor. Tampoco el hombre nuevo tiene el valor de sujeto prometido por sus creadores y esperado por sí mismo. Es sólo la constatación del hecho que lo posibilita, la prueba de su viabilidad.

Iván de la Nuez es un hombre de izquierdas, ya lo he dicho, y cuida ciertas zonas de la ética ideológica, y descuida otras de la crítica, puntualmente, la literaria. La fabulación le sirve de vía para recorrer un camino que aún las señalizaciones colocadas en portada: "Los intelectuales de izquierdas y la Revolución cubana" y luego resaltadas en el prólogo, se extravía por atajos cerrados que aportan la impresión de haber llegado a un final no previsto en el viaje. El primer capítulo, "Cadillacs en la utopía" es quizás todo el libro. Es decir, es el libro que Iván de la Nuez quiso escribir -o que nos asegura que escribió-, y muestra lo mejor de un análisis que termina volviéndose borroso, impreciso en su ingenuidad.

El comunismo, ya lo decía al comienzo de este artículo, es profuso en lesiones y secuelas espirituales. Pródigo en ensoñaciones, resistencias y fantasías, incluso, en fantasías rojas. Sartre, Max Aub, Regys Debray o Belén Copegui son sólo el bando púrpura de una historia que ha tenido otros protagonistas, incluso, mejores asistentes. También excelentes enemigos. Las genuflexiones, romances y altercados acontecidos entre la Habana e intelectuales y profesionales de la izquierda internacional narran no sólo una fascinación, sino también actitudes de miopía democrática, intervenciones armadas, ingerencia internacional e incluso, presunciones de narcotráfico, terrorismo y contrabando. Pero de esto no se habla.

En Fantasía roja los personajes actúan movidos por la fascinación que los alienta, esa ilusión de un mundo diferente, posible y necesario, como justificación ideológica y personal. Y no miran a los lados, sólo encuentran aquello que les urge como salvación. Una esperanza, un amo, una mujer. Acaso, una melodía. Porque la fascinación también es sonora, y no sólo para los rancios intelectuales y escritores de esa izquierda, sino para gente menos ideológica y más pragmática como Ry Cooder, quien halló en los "morenos" del Buena Vista Social Club, un producto dejado de la mano del tiempo, por tanto, anterior al fasto revolucionario, sujetos a su voracidad. Y ellos lo miraron incrédulos, todavía sin saber muy bien por qué alguien les interrumpía su camino de silencio hacia la muerte.

Y en este punto, el libro entra en un gran meandro: ni Win Wenders, ni Ry Cooder sienten la fascinación revolucionaria de los intelectuales. La Revolución Cubana es sólo el espacio donde acontece el olvido narrado, su contrario musical. Quizás, afortunadamente, porque la revolución no es musical como hecho, sino como contexto. Los "morenos" son el opuesto del hombre nuevo, y como tal actúan. Ibrahim Ferrer lo cuenta en la película: sólo espero que Dios me dé salud para disfrutar de esto ahora. Ry Cooder lo ha rescatado de un círculo de alcohol, trabajos de subsistencia y un olvido feroz. Cuando Juan de Marcos González (coordinador del disco) va a buscarlo a su casa, Ibrahim Ferrer le pide tiempo, al menos cinco minutos, antes de acompañarlo. Tiene los dedos embarrados de pasta para limpiar zapatos, su último oficio, y necesita asearse antes de ir a cantar, otra vez. Y con perdón de Iván de la Nuez, la fascinación en este punto está exenta de fantasía, mucho menos, roja. Y comienza justo, luego de la grabación del disco y la película, más allá de Cuba y de las ideologías y de una revolución que nunca esperó otra fascinación diferente a la suya: atemporal, única, imperiosa (alguien en mi nombre escribiría, imperial). Sin embargo, a pesar de los puentes tendidos entre ella y algunos miembros del Buena Vista Social Club, quedaba descubierta como un suceso que al igual que develaba su antes, anunciaba su después.

El último capítulo es la entelequia persistente en todo el libro, aunque a veces, sólo sea una oración inconforme quien la enuncie. En él, el narrador ha abandonado el Cadillac del inicio y recorre el Berlín poscomunista -ciudad en las antípodas de la Habana, y quizás sólo comparable a ella en la intensidad del suceso ideológico-, en un Trabant fabricado en la antigua República Democrática Alemana. Un automóvil tan ineficaz como el propio sistema que lo diseñó. Y desde este Berlín ya sin muro, el narrador imagina y se admite como alguien descontextualizado, un espécimen de hombre nuevo que ha vivido el futuro, huido de él, pero a quien, el capitalismo usado como refugio, lo espanta en sus desigualdades, le lastima su ideología de rojo igualitario y plural, y cita a Paul Lafargue, convoca a Marx, y apoyado en la trivialidad de un supuesto diálogo entre suegro y yerno, y a ojos vista de una selección de fascinados con La Habana en verde olivo, insinúa, sin llegar a desarrollarla, la teoría de una revolución de perfil bajo, esencialmente liberal (aunque el autor no lo admita), donde todas las aspiraciones y libertades de sus participantes, encuentran su consecución entre las compensaciones estatales y el minimalismo como ideario. Una revolución, por tanto, opuesta a la acontecida en la Isla, menos pretensiosa, más humana. También, menos fascinante.

Fantasía Roja aparenta una desilusión que nos confunde. Pretendiendo entender a Sartre como ideólogo y visitante hechizado por Cuba, terminamos soñando un camino que recomienza y que intenta prescindir de tantos actores célebres, de esa masa de desencanto que protagoniza como nadie -según De la Nuez- el hombre poscomunista. La única salvedad a esta categorización, la cifro en las diferencias culturales y de asimilación de las realidades culturales que median entre La Habana y Berlín. El Berlín descrito por el narrador, poco o nada, se asemeja a La Habana de un futuro poscomunista: el futuro del futuro del hombre nuevo, por cierto. Miami es ya una tipología de nuestra ciudad probable. Kitsch, desmesurada, melodramática y consumista. The cuban dreams, como una manera diferente de entender the american way of life y también, la desilusión atribuida al hombre nuevo nacido de la Revolución Cubana. Quizás, el único poscomunismo posible, una vez que los eslóganes nos devuelvan a las maracas y la sombra de todas las fascinaciones se resuelva en un viaje en BMW, a ciento cincuenta kilómetros por la autopista nacional, mientras en la radio canta Buena Fe: "son tus nalgas dos joyas del baile, lírica del tacto, poemas escritos por natura en braille".
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Publicado en "Otro Lunes" Revista hispanoamericana de cultura

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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí

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