sábado, 17 de abril de 2010

CARLOS FRANQUI HA MUERTO


Que en paz descanse.
La Biblioteca cubana está de luto.
Justo será recordarlo -a través de sus libros- para que no se nos borre la memoria histórica de uno de los hombres que supo ver a tiempo la 'verdad' de la revolución.


CARLOS FRANQUI HA MUERTO HOY EN PUERTO RICO

Desaparecido ya una vez por las tijeras de la memoria del poder, hoy se lo ha llevado el tiempo.

[Del blog "El tono de la voz", de Jorge Ferrer]



El saldo de la impronta que la cultura cubana de los últimos cincuenta años debe a Carlos Franqui, desde el suplemento Lunes de Revolución hasta el paso por la Habana del Salon de Mai, resalta sobre la grisura que ensombreció la vida cultural cubana a partir de 1968. No obstante, su condición de oficial del Ejército Rebelde y hombre estrechamente ligado a los primeros años de revolución le negaron el favor del exilio, que tampoco buscó.

Fuera de la historia, de todas las historias, Franqui ha muerto siendo un gran desconocido para la gran mayoría de los cubanos nacidos después de 1959. Para muchos de ellos probablemente no sea más que un personaje recurrente en las páginas de Guillermo Cabrera Infante.
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He decidido subir hoy aquí el penúltimo capítulo de Retrato de familia con Fidel (1981), tal vez el libro de Franqui que prefiero.

Leer a Franqui, leer esta despedida de una revolución que hizo pero ya le resultaba ajena y hostil, me parece manera justa de honrar su memoria.

E.P.D.
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DISCUSIÓN CON RAÚL
Por Carlos Franqui


La recepción duró horas.

Vodka, coñac, whiski, champaña, exquisitos manjares estaban por la libre.

Los tabacones llenaban de humo el Palacio.

Como a las once de la noche, Fidel se retiró. Tenía la mano hinchada del dale que dale. Los ojitos le brillaban. Sus íntimos contaban cómo el Comandante se las arreglaba para estar rodeado de gente y de aplauso. Era su orgasmo.

Ya se veía esa descomposición alcohólica y palaciega de la medianoche.

Un edecán del Presidente Dorticós me dice de pasar al despacho presidencial.

Me extrañó la cortesía.

Dorticós era muy cuidadoso de sus relaciones.

Era el termómetro de Fidel.

Si estabas bien con éste, te llamaba, te hablaba, te sonreía.

Si olía que estabas en desgracia, te ponía en sordina.

Era normal.

El poder es así. Los que están a su alrededor son muy cautelosos.

Dorticós conocía bien a Fidel. No se hacía ilusiones.

De su maestro, Miró, ambos grandes abogados, conocía el arte de las alturas.

Recelé alguna trampa.

En guardia, me dirigí a su despacho.

Allí estaban con Dorticós, Raúl Castro, Che Guevara, Faure Chomón, Vilma Espín, Aleida March, otros comandantes. Flavio Bravo, López y Alfredo Guevara ―el grupo de Praga― y otros ministros y capitanes y doctores.

Raúl Castro, con el alcohol subido, me recibió así:

―Qué dice Accattone.

―Raúl, supongo que en tu casa hay espejos. ¿Te has visto tú, tu cara en el espejo? ―contesté cortante.

Raúl se puso blanco.

El Che, para aligerar, pasó de Pasolini a Fellini.

Dorticós:

―Seguro que te gustan las películas italianas.

―Sí, la Dolce Vita ―agregó Raúl.

Se discutía en aquellos días sobre el cine italiano.

―Sí, la Dolce Vita, de Fellini, me gusta. No me gusta la dolce vita de Palacio.

Cambiando:

―Ustedes no sólo quieren los héroes positivos del socialismo. Ahora quieren aun los héroes positivos del capitalismo ―y agregué―:

―Qué clase de marxistas son ustedes.

―Tú trabajas con los chinos. Eres un pro chino. Tú diriges esa revista que los chinos pagan en París ―dijo con violencia Raúl.

(No había leído la revista que dirigía Verges, abogado de la Reunión, militante franco-argelino, que conocí por Ben-Bella, en mis viajes a Argelia, cuando el líder argelino, por simpatías a Cuba, a nuestro periódico, puso el mismo nombre a un semanario que dirigía Verges, que ahora en París, y con simpatías chinas, editaba una publicación en la que publicó un artículo mío sobre la lucha cubana. Hacía meses que no veía a Verges, de haberme pedido permiso para el artículo lo hubiese dado. No fue así y no sabía nada de la revista.)

―Mira, Raúl, por la revolución china tengo simpatías, entre otras, por su intento de separarse del modelo ruso.

―El Che también colabora en esa revista. Es un pro chino ―agregó Raúl, interrumpiéndome. Y ante mi asombro por la acusación al Che―:

―Tú eres un antisoviético. Tú mismo lo dices. ¿Lo ven? ―afirmó Raúl, acusándome.

(Tuve la sensación de que era un proceso. El odio de Raúl, de los soviéticos, de los viejos comunistas. Del grupo de Praga: Flavio Bravo, Alfredo Guevara, antiguos y permanentes enemigos. Lucha comenzada en la clandestinidad, exilio, Radio Rebelde. Continuada en el 59, cuando el sectarismo y la Crisis de Octubre, que ahora estallaba.)

No me sorprendía.

Me sorprendió la acusación de Raúl al Che de pro chino.

En la primera época eran muy amigos. Verdad que cuando el sectarismo, que Raúl siempre apoyó, el Che se unió a nosotros y comenzó a hacer críticas al modelo soviético, a Checoslovaquia, que como ministro de Industria, le vendió todo lo que no servía.

Verdad que el Che manifestaba simpatías por China, su esfuerzo de caminar con sus propios pies, de crear otro modelo, por su ayuda al tercer mundo. Por la retirada de las tropas chinas de Corea, que Guevara había visitado.

Me pareció grave esta acusación de Raúl al Che. Que se limitó a sonreír irónicamente, sin decir nada.

Me preguntaba: Por qué todo esto. No soy más director de Revolución. Acabo de regresar. Estimulo a Fidel para que escriba para la Feltrinelli un libro sobre la Revolución.

Entonces comprendí.

A esta gente le molesta mi presencia. Pensaba que me iba a quedar. Ah, ah, ah, están furiosos. No se conforman con la destitución.

Es mi desaparición lo que quieren. Ah, ah, ah.

―Eres un antisoviético ―repitió Raúl.

―Mira, Raúl, si los rusos fueran soviéticos estaría con ellos. Con los obreros, campesinos e intelectuales socialistas que proclamaron los soviets. Pero el partido liquidó los soviets, que duraron poco. Tú confundes los soviets con la burocracia. Ése es tu problema. No el mío. ―Y a voz bien alta―:

―Stalin es un enemigo del pueblo. El nuevo Zar. Asesino de millares de bolcheviques, de millones de hombres del pueblo.

―Delante de mí no se puede ofender a Stalin ―gritó Raúl.

―Cuando estuve en Moscú, la primera vez, estaba allí todavía en el Mausoleo. Me cagué en su madre delante de los rusos. Ahora que lo tuvieron que expulsar del Mausoleo, y si puedes, protesta con Kruschov; delante de ti, me cago en su madre otra vez.

La cara blanca de Raúl se volvió más pálida. Echaba espuma por la boca, gesticulaba con violencia, gritaba.

Aquella noche no sentía el miedo, decidí contestar a Raúl y a los otros, decirles unas cuantas verdades cara a cara.

―Es un trotskista ―agregó con astucia de viejo abogado Dorticós.

―No. No. No. Soy antiestalinista, porque soy socialista, lo seré mientras viva. No soy como alguno aquí que ocultaba lo que era. Yo siempre lo dije. Era enemigo y lo soy del Imperio y los imperios. De los poderosos y privilegiados. Estoy por un socialismo humano. El Che, aquí presente, es testigo que así lo expresé a Fidel en la prisión de Miguel Schultz. El estalinismo no es sólo Stalin y no es sólo ruso. Es el poder de la burocracia, la represión contra el pueblo. Las cárceles y los fusilamientos. Las invasiones y ocupaciones: Polonia, Budapest, Praga.

―Pues, te mandaremos al paredón ―gritó Raúl―, y la historia nos absolverá.

―La historia nos absolvió, Raúl, a ti, a mí también, cuando estábamos contra un poder tiránico. Pero ahora eres poder, puedes matar como Batista, pero la historia no te va absolver. Te va a condenar, como condenó a Batista. Así que no me amenaces, Raúl.

―¡Te fusilo!

Entonces, abriéndome la camisa, grité: “¡Tira aquí, si tienes con qué!”

(Con mi vieja capacidad de ver las cosas en dos planos, aquel en el que participaba, el otro arriba, espectador, me parecía estar en una escena de un western a la italiana.)

Absurdamente me estaba divirtiendo.

Tenía la sensación de que un balazo en la barriga no me iba a entrar en el duro pellejo, curtido pellejo, o no me iba a doler. Raúl se calmó y me hizo otra pregunta más sorprendente aún:

―¿Qué piensas del ataque a Palacio?

(Allí estaba Faure Chomón, jefe de aquel heroico ataque, herido él mismo, con casi todos sus compañeros muertos, que habían llegado hasta aquel mismo despacho presidencial, donde ahora gritábamos. Era una provocación contra Faure.)

―Un acto de valor extraordinario, Raúl ―y mirando al hermético Faure:

―Me parece el acto más revolucionario de la historia de La Habana.

»Y para decirlo marxísticamente ―con ironía―, el acto que creó una consciencia en las masas, en la capital, ciudad de dos millones de habitantes.

»El acto de más coraje de la historia de Cuba, que estremeció a la tiranía en su madriguera ―y agregué―: ¿Sabes, Raúl?

―¿Qué cosa?

―Que aquel 13 de marzo yo estaba sufriendo torturas en el Buró de Investigaciones, y el asesino Faget me hizo la misma pregunta que tú, amenazando con matarme: “¿Qué piensas del ataque a Palacio? ¿Tú lo sabías? Si hubieras hablado, cuánta sangre se hubiera ahorrado”.

(No lo sabía. Era el Directorio, no el 26, quien hizo el ataque. No dije entonces lo que no sabía, pude esconder y resistir lo que sabía. Y debía mi vida al bravo Wangüemert, que mientras combatía, levantó el teléfono del despacho de Batista y contestó: “Aquí Directorio Revolucionario. Hemos matado a Batista”. Y el coronel que daba órdenes de matar a los prisioneros en el Buró, que era el que había llamado a Palacio, suspendió la orden.)

Miré al silencioso Faure Chomón, me pareció ridícula y grotesca la escena.

Aquel hombre, que había tenido el coraje de asaltar el Palacio de Batista, no decía ahora una palabra.

Era una provocación de Raúl y no iba a caer en ella.

Pero sentí un poco de pena por él, por los otros y por mí mismo.

Me sentía ahora ridículo. Ironía de la historia. Nunca me sentí héroe. Los héroes me parecen falsos, peligrosos.

Razón tenía Bertolt Brecht.

El Palacio de Raúl no era diferente del de Batista.

No ignoraba los peligros de la situación. Quizás sí sentía el deseo de terminar allí.

Aquella gente ―Raúl, Dorticós, y los suyos― no eran la Revolución. No mi revolución.

Eran el poder.

Lo trágico era que yo estaba allí en su pésima compañía.

Qué mala conciencia necesitar compartir un largo camino con semejantes tipos, por la necesidad obligada de combatir otro imperio, otra tiranía y otras injusticias.

Ahora había que terminar con esta farsa, que como decía Pancho Villa: Se ha vuelto mierda de poder, hablando de otra revolución.

Aleida March de Guevara, con gesto desaprobatorio dijo:

―Me voy, no me gustan los ataques en grupo.

Dorticós volvió a insistir sobre el trotskismo, yo respondí:

―No es la primera vez que discuto violentamente con Raúl, pero no discuto con gente que no hizo la Revolución.

Las quijadas del carapálida Dorticós temblaron. Recordaba las risas de Camilo ente los tiemblaquijadas, como Dorticós y Augusto Martínez, cuando sentían el peligro. Camilo los apodó: comevacas de Palacio.

Dorticós, el abogado de los hacendados azucareros, que discutía con los sindicatos obreros en su nombre, el vice decano del Colegio de Abogados, el más burgués y respetado de Cuba, a quien la policía de Batista, único caso, mandó en un avión para México, pocos días antes de la caída del tirano.

―Usted está ofendiendo al Presidente ―contestó, blanco y retórico, Dorticós.

―Aquí el único ofendido soy yo ―contesté.

Habían pasado horas en este encuentro. Se habían dicho cosas terribles, de consecuencias incalculables. Pero me sentía tranquilo, calmado. El Che y Aleida se iban. Guevara, el otro, y Bravo ni me miraban.

―Para terminar si alguno quiere prestarme máquina y chofer, yo por suerte ya no tengo, me lo dice. Es tarde, no hay taxis. Pero no hay problemas. Puedo irme a pie, que una caminadita va bien. Adiós y buenas noches.

Bajé el ascensor de Palacio.

Vi un carro que se acercaba. Pensé: A lo mejor voy preso. Pero me dije, no. Fidel no estaba aquí y sin su aval no se atreverán a hacerme nada.

El carro palaciego me dejó en L y 23.

Prefería ir allí que a mi casa que estaba sola, encontrar amigos periodistas, escritores italianos y franceses, hospedados en el Habana Libre.

Estuve un rato con ellos.

Me sentía inquieto. Necesitaba caminar.

Pensar.

Pensar con los pies es mi forma de caminar.

Caminé.

Fui al mercado.

Ya no existía el viejo mercado tropical, donde noctámbulos, borrachos, los que terminaban de trabajar, tomaban una sopa china de tiburón. Sopa levantamuertos. Afrodisíacos: huevos de tortuga, ostiones, sal, tomate, limón; donde los pescadores fracasados, engañadores, encontraban un buen pargo, serrucho, langostas o camarones, que llevar a sus preocupadas mujeres.

La fruta desaparecida.

Las flores desaparecidas.

¿Dónde están?

El mercado socialista era una cosa vacía, burocrática y fea.

La ciudad se haitianizaba.

Era sorprendente ver gallinas, guanajos en los balcones.

Jardines cultivados, solares yermos sembrados de lechugas y tomates.

En otra época, menesteres de chinos. Ahora, oficio de todos.

La erosión del mar destruía las paredes de las casas que no se pintaban.

Comenzaban las primeras colas del día, largas filas de gente, buscando pan o el cafecito que no se encontraba.

El antiguo malecón parecía un cementerio.

Ni una luz ni un letrero lumínico.

Los automóviles desaparecían. Autobuses pocos. Taxis menos.

Mujeres con cubos de agua.

No dormí.

Amanecía.

Paseaba por el malecón, como en otros tiempos. A sentir el mar, ver la luz, los fulgores de la ciudad de mañana, caminando.

La fresca brisa.

Cuando el sol cortante me dio en la cara, fue como si despertase de una pesadilla.

Comprendí la enormidad de peligros que me acechaban.

Un condenado en espera de que se cumpliese la sentencia.

Aquéllos eran mis enemigos.

Ese poder no era la Revolución ni el socialismo.

Era sólo el poder ruso-castrista.

Me decía: si siempre lo supe, de qué debo extrañarme. Pensaba. Veía en mi memoria, como en un viejo film, el tiempo proyectado, no descubría salidas. Sí quizás al comienzo de enero del 59.

Cuando bajaba a Santiago y me sentía extraño a todo aquello.

Cuando Fidel decía que sentiría nostalgia de la guerra.

Yo no.

Intuía que iba a sentir nostalgia del futuro.

Y aún antes, cuando se nos planteó el dilema Batista o Fidel.

La otra solución era no luchar.

Para mí imposible.

Sí. Sí. Sí.

Todo ha cambiado.

Pero ahora, a la luz del sol y de la mañana y la calle, redescubría a la gente, las guaguas, casas, el trabajo, las cosas, la ciudad.

No. No. No. No había cambiado nada.

Arriba sí. Abajo no.

El nuevo poder en los palacios y privilegios.

El pueblo a trabajar y obedecer.
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Tomado de Carlos Franqui, "Retrato de familia con Fidel"
(Barcelona, Seix Barral, 1981, pp. 464-473)

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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí
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