jueves, 24 de mayo de 2012
No hay que llorar
¡¡No hay como tener buenos amigos y buenos libros!! El presente ejemplar llegó magicamente a mis manos después de un curioso periplo terrestre y transoceánico. Para mi mayor felicidad de bibliófilo está autografiado por el autor (recoplidador) de estos reveladores testimonios.
La dedicatoria queda inscrita entre los más preciados tesoros de mi 'biblioteca cubana' y en mi corazón de lector.
NO HAY QUE LLORAR
Arístides Vega Chapú
Ediciones La Memoria
Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau
La Habana, Cuba. 2011.
150 páginas
-De la contraportada del libro-
No hay que llorar, Premio Memoria 2009, es un libro revelador, un documento valioso para muchos, desde quienes aspiran solo a disfrutar, sentir, conmoverse con la anécdota, hasta quienes buscan desentrañar explicaciones que sobrepasen cifras, conceptos y estructuraciones y, de ser posible, el anecdotario mismo. Y es, además, un libro que llama a la evocación, a la memoria incómoda que vamos ocultando en los desvanes, postergándola, con el secreto deseo de que se volatilice.
Cada lector encontrará en esta obra los elementos que por sí mismo sea capaz de rescatar, a pasos y ritmos diferentes, a diferente calibre de mirilla. Es un libro disímil, donde los juicios contrapuntean, acaso sin proponérselo. Como aprendimos de José Martí, las circunstancias difíciles, extremas, definirán el valor de las personas. De ahí que cada uno, con sus resultados de definición, haga de su testimonio carta de presentación tras la terrible, dura, contingente circunstancia histórica del llamado Período Especial.
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Arístides Vega Chapú (Santa Clara, 1962)
Poeta, narrador y promotor cultural. Labora en el Centro provincial del libro y la literatura de Villa Clara. Ha publicado más de diez libros de poemas y tres novelas, dos de ellas para jóvenes. Ha obtenido varios premios literarios. Posee la Distinción por la Cultura Nacional.
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Y a continuación añado una opinión que me han gustado mucho. Es un extracto de las palabras de Laidi Fernández de Juan, en la presentación del libro No hay que llorar, en el Centro Pablo de la Torriente Brau.
Noviembre 2011:
Son varias las denominaciones sociológicas y estratégicas que se han dado a la larguísima década de los noventa, como por ejemplo: Período especial en tiempo de paz, Opción cero, Década de estampida, Crisis de los noventa, etc. pero más allá de estos y de otros nombres, fue la cualidad de digna supervivencia más que de resignación lo que primó entre nosotros, aun en los peores instantes del desasosiego que sentíamos ante una brújula que parecía desmagnetizarse. Nunca antes ni después el espíritu innovador de nuestra idiosincrasia alcanzó tanto esplendor. No pretendo restarle motivación a la lectura de No hay que llorar, sobre todo porque nuestros hijos, hartos de escucharnos estas historias, han terminado por no creerlas, y quizás a través de los testimonios de otros y de otras como nosotros, lleguen a entender en qué extrañas circunstancias llegaron al mundo, y cuánto esfuerzo, actos delictivos e imaginación desplegamos sus madres y sus padres para sustentarlos en medio del peor huracán económico que nos ha azotado en los últimos cincuenta y tantos años. Sin embargo, debo adelantar al público lector que, fiel a nuestra deliciosa forma de ser y de comportarnos ante las urgencias, nuestro ingenio destacó variantes de engaños y de prácticas no descritas jamás por ciencia alguna como picadillos, filetes y chicharrones de cáscaras, infusiones de raíces, hojas y forrajes, jabones de henequén, zapatos de llantas de gomas, estofados de gatos y de perros con sabor a conejo y a faisán, vestuarios de sacos de yute, de ropas viejas heredadas, de frutos de robos o de canjes insólitos, maracas, abanicos, sombreros, collares, carteras y santos salidos de manos de artesanos y de artesanas que sabían de artesanía lo mismo que de física cuántica, oficiantes improvisados y emergentes como camareras, reposteros, rellenadores de fosforeras, libreros, auxiliares de limpieza, cocheros y en fin el mar.
También fieles a nuestras contradicciones, y a pesar de la igualdad alcanzada en esos años donde todos fuimos rotundamente pobres, cada uno de los testimoniantes del libro No hay que llorar ofrece su propia visión, su particular manera de evocar ese tiempo que nos parecía desgarradoramente infinito. Así, los lectores encontrarán aseveraciones más tarde refutadas como “No me considero un sobreviviente” contra “Soy un afortunado superviviente”, o “Pude ser mejor persona y mejor escritor si no hubiera existido el Período Especial”, con la contraparte: “No hubiera sido mejor creador sin ese Período”, y, lo más curioso de todo: Hay quienes agradecen la solidaridad tradicional de nuestro pueblo porque les permitió una existencia digamos más soportable (me incluyo en este grupo de agradecidos), pero también hay otros que opinan que (cito) “nos volvimos violentos y egoístas”.
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Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
Ser culto es el único modo de ser libre.
José Martí
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