lunes, 3 de octubre de 2011
Memorias de la Guerra
Un libro histórico de sumo interés, cuyo original fue en su día conserado amorosamente entre sus documentos familiares por Dulce María Loynaz.
Lectores/as apasionad@s de la Historia de Cuba... ¡¡pasen y lean!!
MEMORIAS DE LA GUERRA
Enrique Loynaz del Castillo
Editorial Ciencias Sociales
Literatura de campaña
La Habana, Cuba.
Primera edición: 1989
Primera reimpresión: 2001
513 páginas.
ENRIQUE LOYNAZ DEL CASTILLO,
SUS DESAF´S Y VERDADES
Por: Imeldo Álvarez García
Fecha: 2011-06-30
Fuente: CUBARTE.
Enrique Loynaz del Castillo nació en Puerto Plata, República Dominicana, el 5 de junio de 1871, y falleció en Marianao, el 10 de febrero de 1963, cumplidos ya los 91 años de edd. Recién conmemoramos el 140 aniversario de su nacimiento.
Aunque vivió los últimos años en su retiro de Mayanima, cerca de Wajay, alejado de toda actividad pública, siempre mantuvo relaciones con sus hijos Dulce María, Enrique y Flor.
He concluido de releer Memorias de la guerra, libro que –dentro de la importante línea de literatura de campaña– publicó la Editorial de Ciencias Sociales en 1989 y reimprimió en 2001.Una y otra vez repaso el prólogo escrito para estas Memorias –en octubre de 1988– por Francisco Pérez Guzmán y la presentación hecha por Dulce María en diciembre de 1986.
Los originales de Memorias de la guerra llegaron a las manos de Dulce María después de fallecer su padre, quien –y ella lo subraya– gustaba de leerle muchos de los pasajes allí vividos por el General.
Pero para leerlo a fondo y con la debida atención tuvo que empezar por poner orden en el caótico material. Dice la gran poetisa: Años me llevó la labor.
Cuando logró “una bastante aproximada sucesión de las páginas” se dio cuenta de que su padre no había dado fin a sus memorias, pero era capaz de cincelar un párrafo con elegancia casi clásica y describir un combate con el dinamismo de una cinta cinematográfica.
Disfrutar cómo Dulce María culminó la obra y ahondó en los detalles que ella explica, es algo que no debiera perderse ningún estudiante de estos tiempos.
Enrique Loynaz del Castillo tuvo el privilegio de ser testigo presencial y protagonizar hechos relevantes de nuestras gestas independentistas junto a Martí, Antonio Maceo, Máximo Gómez y otros grandes de nuestra historia, no sólo hacer realidad el Himno Invasor, que nunca falta en los actos y actividades públicas por sus acordes vibrantes.
¿Es posible olvidar Diario de soldado de Fermín Valdés Domínguez; Mi diario de la guerra, de Bernabé Boza; Crónicas de la guerra de José Miró Argenter; Memorias de un mambí de Manuel Piedra Martel; el Diario de campaña de Máximo Gómez?
Son libros de la literatura de campaña a los cuales hay que acercarse con entusiasmo. ¿El Epistolario activo de Eusebio Hernández no entrega una visión conmovedora de ciencia y patria? ¿Y qué decir de los Diarios de Campaña de José Martí, revelación y conciencia mismas de la dignidad cubana?
Hijo de Enrique Loynaz Arteaga –que fue comandante de la Guerra de los Diez Años y combatió en ella con honor– y de Juana del Castillo Betancourt, los ascendientes del autor de Memorias de la guerra habían vivido por generaciones en Camagüey, pero siempre conservó gratitud por Puerto Plata, lugar donde se educó y fue profesor de varias asignaturas en el Instituto de Segunda Enseñanza de aquel lugar.
Tan pronto concluyó la guerra del 68, la familia retornó a Camagüey, y aquí, en verdad, levantó vuelo el espíritu aventurero del joven patriota.
La Gobernación Provincial, sin detenerse en el hecho de que acababa de cumplir veinte años, le ofreció la concesión para fundar una empresa de tranvías en la ciudad, y Enrique vio que podía prestarle un valioso servicio a la revolución. Rápidamente se trasladó a Nueva York en busca de los carros requeridos, y ocultó en ellos, bajo los asientos, gran cantidad de armas y pertrechos de guerra.
Desembarcó, al regresar, en el puerto de Nuevitas. Pero por delación de la misma persona a quien Martí había confiado la ubicación en los asientos de las armas, Enrique tuvo que huir en un barco que lo llevó a Costa Rica.
En Costa Rica se unió a Antonio Maceo y rápidamente empezó a redactar, en el periódico local Prensa Libre, artículos y notas denunciando los abusos y arbitrariedades que el régimen colonial cometía en Cuba, suscitando las iras de los peninsulares radicados allí.
Una noche en que Maceo salía del teatro en compañía de varios nicas jóvenes, simpatizantes de la causa independentista, el grupo fue atacado a tiros hiriendo al Titán de Bronce. Cuando el agresor se disponía a rematarlo, Loynaz lo derribó de un balazo, y ante el revuelo de la colonia española, tuvo que huir en un barco que salía para Nueva Orleáns. De aquí partió hacia Nueva York y se reunió con Martí. El Maestro compartió con él la habitación que tenía en la ciudad.
Fue designado para formar parte de la expedición que preparaban Serafín Sánchez y Carlos Roloff. Pero tuvo que pasar 56 días en un cayo de la Florida esperando el barco expedicionario, que se retrasó a causa de imprevisibles contingencias. Finalmente, desembarcaron en Cuba por las costas de Tunas y participó en los combates librados en Los Pasitos y Taguasco.
Al convocarse la Asamblea Constituyente de Jimaguayú, Loynaz fue elegido por Camagüey. Y es este el momento que –marchando por el vasto territorio– en ardiente respuesta al enemigo compuso en La Matilde la letra y la música del Himno Invasor, instrumentado por Dositeo Aguilera, director de la Banda, a petición de Maceo.
Loynaz participó en 57 hechos de armas. Luchó en Mal Tiempo y en Coliseo, donde las armas mambisas derrotaron a Arsenio Martínez Campos, abriéndole al ejército invasor las puertas de Occidente.
A las órdenes, sucesivamente, de Máximo Gómez, Antonio Maceo, Serafín Sánchez y Mayía Rodríguez, Enrique Loynaz hizo toda la guerra, alcanzando el grado de General de Brigada.
Tras la guerra hispano-cubano estadounidense, y firmada la paz, no aceptó ningún cargo durante la intervención yanqui. Establecida la República, aceptó la candidatura a representante por la provincia de Camagüey y salió elegido por amplio margen.
Este cargo lo desempeñó durante dos años. Cuando Tomás Estrada Palma pretendió reelegirse, renunció y participó en la llamada Guerrita de Agosto. En las refriegas de Wajay recibió un machetazo en la cabeza. Entregó el mando allí al General Lara Miret, quien puso en retirada a las fuerzas gubernamentales dirigidas por el general Alejandro Rodríguez.
Loynaz, más tarde, desempeñó cargos diplomáticos con rango de Embajador, siempre con altura y dignidad.
Como justamente afirma Francisco Pérez Guzmán en su Prólogo, uno de los méritos de Memorias de la guerra, es darnos a conocer al hombre en sus venturas, aventuras y desventuras, situándolo en las contradicciones inherentes al proceso emancipador, y abordar con decisión un desafío mayor que el impuesto por la exigencia de hacer la guerra: escribir su visión de la misma, expresar su verdad.
La amistad basada en la mutua confianza –insiste Francisco Guzmán–, expresada por Loynaz a José Martí en l891, cuando se conocen en la oficina del Maestro, tercer piso de la casa de 120 Front Street, selló el compromiso revolucionario de ambos.
El ofrecimiento generoso: Cuente hasta con el sacrificio de mi vida, deme sus órdenes para cualquier empresa de la revolución, fue reciprocado en un estrechón de manos y la encomienda de una de las más peligrosas misiones de guerra de Martí.
La introducción de 200 fusiles Remington y 48 000 cartuchos de guerra en Camagüey, aunque no cumplió el objetivo militar programado, al ser delatado a las autoridades españolas, tuvo el doble carácter de acrecentar el prestigio de José Martí y la capacidad de acción del Partido Revolucionario Cubano.
También situó a Loynaz, joven de 22 años, en un plano cimero de colaboración militante con los principales dirigentes político-militares de la futura revolución.
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Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
Ser culto es el único modo de ser libre.
- José Martí
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