martes, 23 de febrero de 2010

EN FIN, EL MAR. Cartas de los balseros cubanos


En fin, el mar. Cartas de los balseros cubanos.
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EN FIN, EL MAR. CARTAS DE LOS BALSEROS CUBANOS.

2009 Enero 30

Zoé Valdés.

En fin, el mar. Cartas de los balseros cubanos, es un libro que se publicó en noviembre del 1995, por la editorial Bitzoc, a cargo de Basilio Baltasar. Hacía menos de un año que yo me había ido de Cuba, y recibir el carpatacio de cartas de los balseros fue de una responsabilidad emocional enorme. Me puse de inmediato a trabajar en el manuscrito, o sea, en la organización de las cartas, y a hacer el glosario. Eran cartas escritas a mano, enviadas desde la Base Naval de Guantánamo o desde Miami a sus familiares en Cuba. Se trataba de balseros de la época de la mayor crisis de balseros en el verano de 1994. Algunas cartas, dado su contenido terriblemente doloroso para las familias cubanos, por la pérdida de una mitad de los familiares que iban en las balsas, y la forma en la que se contaba, minuciosamente, decidimos no publicarlas. Este libro está agotado, es una pena que no se haya vuelto a reeditar.

PRÓLOGO.

Tengo que como tengo la tierra tengo el mar,

no country

no jailáif,

no tenis y no yacht,

sino de playa en playa y ola en ola,

gigante azul abierto democrático:

en fin, el mar.

Nicolás Guillén. Poema Tengo, (fragmento).

Desde niña he estado muy ligada al mar, ¿quién que ha nacido en una isla no lo está? A mí me atraen la belleza y la fatalidad del mar, no puedo negar que me siento seducida y tensa a la vez, frente a ese cuerpo índigo, plateado, o verde, tan real, tan traicionero, que estando en mi Habana me persigue por todas partes. Cuando yo tenía cinco o seis años mi madre trabajaba en las taquillas del Náutico, una de las playas más para allá de Miramar, yo me le escapaba con otra amiguita mayor y con ropa y todo nos zambullíamos en la espuma de lo desconocido. Así fue hasta los once años. Aprendí a defenderme en el agua muy rápido, después como que era asmática mi madre me becó en el Camilo Cienfuegos, en Guanabo, pero duré poco, unas semanas, porque me ponían a entrenar demasiado y yo en esa época no comía nada y además, a decir verdad, nunca me gustó el olor a caldero de hervir ropa de las bandejas de las becas. Mi madre llegó un día en el que yo estaba inmersa en un entrenamiento fogoso, o mejor, morboso. “Pero, ¿y esto qué cosa es? Yo la traje para que se le curara el asma, no para que fuera campeona olímpica…”, y con la misma me sacó de la playa, del albergue, de la beca.

Después volví, siendo mayorcita, a otra escuela, al Marcelo Salado, tampoco duré, por indisciplina. Allí se nadaba con Norte, es decir, con unas olas y un viento del carajo, contra el mar, desafiándole. Eso nos daba fuerzas, nos ponía a punto de comernos la piscina más violenta del planeta. Pero yo no estaba hecha para las competiciones ni para los reglamentos. Me cambié a gimnástica y allí ocurrió lo mismo, nada que ver con las restricciones y la dedicación de una vida al deporte. Era la época en Cuba de fabricar maestros y deportistas. En algunos casos se logró más que eficientemente, en otros se inventó mucho.

Viví buena parte de mi infancia y de mi adolescencia en Cojímar, con una amiga de mi madre que fue como una hermana para ella. Cuando yo salía de la escuela, y los fines de semana, cogíamos la ruta 58 en Prado y nos íbamos a Cojímar. Nos bajábamos mi abuela y yo en el Preventorio y yo iba por la calle quitándome la ropa. Llegaba a la casita de madera ya en trusa, y corríamos mis primos, yo los llamaba así a los hijos de la amiga de mi madre, , a quien también siempre le dije tía Cuca. Nos íbamos al mar de verdad, a los arrecifes de la playa del Cura, a los de la fábrica de caramelos, o si no cruzábamos en bote hacia el Golfito y de ahí caminábamos solos, bajo un solo que rajaba las piedras, hiriéndonos con los dientes de perro, chupando caracoles, mamoncillos y ciruelas, fijos los ojos en ese monstruo azul, esa masa extraña que ondea a metros de altura, en un vaivén que electrifica e hipnotiza. Yo no podía aguantarme y me tiraba de cabeza. Y allí dentro, con los peces, las algas, los caracoles, las jaibas, los erizos que se clavaban en las plantas de mis pies, ensordecía con el maravilloso peligro de la libertad, la única que conocía. Aprendí a divisar tiburones a lo lejos, me enseñaron la paciencia de la pesca, y salí en lancha, muchas, pero muchas veces. Me leí no sé cuántas veces El viejo y el mar, y todos los libros de “Papá” Hemingway, y ese hermoso libro de literatura infantil cubana, escrito por Dora Alonso: Aventuras de Guille, un niño que al igual que yo adoraba el océano. Años después hice la especialidad de Natación en la licenciatura en Educación Física, como ya había dificultades con el cloro y falta de piscinas, entrenábamos en las playas del Este, y alguna que otra vez en las de Marianao. Yo ya sabía que era hija de Oshún y de Yemayá. Según la mitología yoruba: la primera, diosa del amor y de los ríos, la sensual patrona de Cuba; la segunda, diosa de la inteligencia, y de las aguas saldas, del mar.

Podía decir que conocía bastante el mar, había visto a qué altura tenebrosa se ponen las olas a sólo unas millas de la costa, y siempre surgía la pregunta inevitable: ¿Cómo será allá, detrás del horizonte, cómo será el mundo? Una noche volvió de la playa más tarde que lo habitual, René, el primo mayor; estaba demudado, morada la piel, amarillenta la mirada, le faltaba la respiración, se sentó hosco en el patio. A los pocos días, por fin confesó que su mejor amigo se había tirado en una goma de camión con otros dos en gomas enlazadas, rumbo a Miami, que casi lo habían convencido, que él no había podido por la familia, que esto y que lo otro y lloraba. Lloraba porque los había visto perderse en la inmensidad encrespada, porque no estaba seguro de que llegarían, cuando aquello el intento de fuga estaba hiper-vigilado, y costaba años de cárcel. El muchacho que él conocía lo hizo el día antes de cumplir la mayoría de edad, así si los guardafronteras lo sorprendían no sería tan grave para él, aunque podían dispararle. Nunca má supo de aquel joven. Mi primo nos contó que lo había preparado todo inspirándose en La expedición de la Kon-Tiki, del escritor Thor Heyerdhal, ese libro era un best-seller en Cuba, y supongo que las razones no tengo que explicarlas. Años más tarde conocí a Reinaldo Bragado Bretaña, que intentó lo mismo, guiándose por el mismo libro.

En unas vacaciones, cuando ya estaba en la universidad, la cogí con irme sola todos los días a Santa María, o a Mar Azul. Realmente no estaba sola, era la época de las guaguas de refuerzo, con la gente colgada de las ventanillas y de las puertas, ¡tanto sacrificio para irse a dar un chapuzón! Pero en Cuba siempre se ha querido que sea así, si no te sacrificas no gozas, no te toca. Y aunque te sacrifiques nunca te toca. Yo me había enamorado de un salvavidas, se llamaba Toni, como casi todos los salvavidas, y era muy serio a pesar de que gozaba de gran popularidad entre las chiquitas que como yo, iban a empatarse, para evadirse en Mar Azul. Inesperadamente nos hicimos amigos, conversábamos de libros, también sorpresivamente descubrí que había leído bastante aunque no siempre bueno, como y, como cualquiera. Era casado y con tres hijos. La relación no pasó de ciertos besitos en el oleaje y de nadar hasta el canto del beril, o hasta los bancos de arena, y de contarnos los planes futuros. Él soñaba con otro país, con un yate, con pesca submarina, con ser alguien importante del mar. Yo no lo entendía, para mí, en aquel momento lo máximo era ser salvavidas de las playas del Este. No niego que la duda me invadió en no pocas ocasiones, pero por aquellos años nadie preguntaba tan directamente si estabas o no de acuerdo con el sistema, se suponía que todo el mundo debía de ser revolucionario. Una tarde me preguntó que si me atrevía a dar un largo paseo en bote, que tenía un amigo que nos llevarío, yo le dije que claro, que cómo que no… Dejé dos días de ir a la playa porque mi madre comenzó a sospechar, él vivía en Guanabo y ninguno de los dos teníamos teléfono, sin embargo yo sentía la seguridad de que él estaría allí, cuidando la playa, como siempre. No estaba, pregunté: “Niña, -me contó una loquita embarrada en aceite de comer y yodo, el dorador de nuestra abundancia, hoy no hay ni aceite para comer ni yodo para las heridas- el Toni se largó para la yuma en una llanta, dejó a toda la familia, ¡no me vayas a decir que tú no estabas enterada!”

Así cada vez y en mayores cantidades, si bien discretamente, nos enterábamos que fulanito o menganito o zutanejo o esperancejo se habían ido en una lancha, o en una goma, o en una balsa fabricada artesanalmente. Cualquiera que fuera detenido iba a la cárcel de cabeza y le costaba bien caro el encierro en el “tanque”. Si bien han habido numerosas muertes de cubanos perdidos en el océano, o tragados por los tiburones, también hubo enfrentamientos en detenciones a tiro limpio donde perdieron la vida no sólo los perseguidos sino también los perseguidores, los policías, los guardafronteras. Recuérdese el caso de la Base Náutica de Tarará, del joven militar amarrado y gravemente herido y muerto después, Rolando Pérez Quintosa (el pueblo, que siempre encuentra esas bromas típicas del choteo, empezaron a llamarle a aquellos pollitos raquíticos que vendían por la libreta, amarrados por las patas, los Pérez Quintosa). Recuerdo ahora la desgracia de un querido compañero de trabajo del ICAIC que perdió a su hijo cuando éste intenta irse en una lancha. El cuerpo fue hallado y el mar había hecho sus estragos. Ese día sentimos cuán cerca estaba una nueva crisis. Desafortunadamente la juventud suele ser el termómetro. Frank, nuestro compañero, nunca más volvió a la oficina.

Cualquier en Cuba tiene a un balsero en la familia, o a un amigo balsero. Unos llegaron, otros no, ésos son nuestros desaparecidos, y ni siquiera sabemos la cifra exacta de los muertos. En 1965 comenzó el éxodo marítimo de algunos cubanos por el puerto de Camarioca, la cantidad fue de 4 993 personas. La segunda ola fue en el año 1980, 124 799 cubanos salieron por el puerto de Mariel. Las condiciones ya las conocemos: los de Miami alquilaban embarcaciones e iban a recoger a sus familias, las autoridades cubanas les repletaban los barcos con lo que ellos llamaron “la escoria” y muchos tuvieron que regresar a Miami con los barcos llenos de extraños, también otros tantos cubanos fueron sacados a la fuerza de sus casas, de las prisiones, de los psiquiátricos, y montados en los barcos. Enfermos mentales y presos fueron insertados en los viajes. a los recién llegados se les llamó “marielitos”.

Vale señalar que estamos sólo enumerando el exilio marítimo, los viajes por avión, por reunificación familiar y los numerosos “quedados” en las visitas a los Estados Unidos y los que viajan por otros motivos a terceros países, aumentarían lógicamente la cifra que ya se conoce astronómica, en general y aproximadamente: cerca de un millón de cubanos, ha huído de Cuba en 35 años, quizá más, un décimo de la población. Comparados con los que atravesaron el muro de Berlín, aunque no soy amiga de las comparaciones, es una cantidad abismal.

El fenómeno de los balseros fue aumentando, 391 llegaron a Florida en 1989, nueve veces más en 1993. En el verano de 1994, fueron 35 000 personas las que se lanzaron al mar hartos de vivir en la incertidumbre, sin comida, sin trabajo, sin transporte, sin casas, sin esperanzas de libertad. Meses antes, un viejo remolcador con setenta y pico de personas a bordo (el remolcador 13 de Marzo), había sido hundido a golpe de chocamientos y manguerazos de agua por embarcaciones de la Marina autorizadas por el gobierno, bajo las órdenes precisas de Fidel y Raúl Castro. Perdieron la vida 41 personas, entre ellas 12 niños, los autores de tal hecho fueron premiados con vacaciones en casas oficiales en playas lujosas, estatales. Tres lanchas de transporte de los habitantes de los pueblecitos de Regla y Casablanca fueron secuestradas por grupos de gente que habían preparado un plan de huída, se inició la persecusión por parte de los guardacostas cubanos, pero de todas formas lograron escapar. en pleno acto de repudio a estos acontecimientos de secuestros de lanchas, organizado por el gobierno en Mariel, y en el que se rendía homenaje póstumo a un policía que había sido asesinado de manera confusa en las lanchas de la bahía habanera, de súbito los participantes se metieron en un barco griego y amenazaron con escapar, la policía intervino y los asaltantes tuvieron que renunciar a sus propósitos. Después de la intervención de Fidel Castro en la televisión, respondiendo a las “respuestas”, más que preguntas de los adocenados y adobados periodistas cubanos, se abrieron, bajo su total consentimiento las costas cubanas. Irse en una balsa estaba permitido, no era delito, bandera blanca a los balseros. No le íbamos a cuidar más las costas a los Estados Unidos.

Comenzó el alboroto, pero esta vez bien distinto al del año ochenta, cuando los refugiados en la embajada del Perú y los sucesos de Mariel. Las condiciones económicas del año 1994 fueron las peores de toda la historia de la revolución cubana, nunca se había sentido más hambre, más miedo, más descontento. Los hospitales y las escuelas, la salud y la educación eran absolutamente una gran mentira que nada garantizaba, hoy sigue siendo igual: ni medicamentos en los hospitales, ni aspirinas en las farmacias, ni zapatos para los niños, ni leche en sus desayunos, ni cuadernos, ni lápices, y un ausentismo galopante de los profesores. El peso cubano en aquel momento a 1 por 120 dólares. Un jubilado ganaba menos de un dólar al mes. Y todo se compraba -se compra- en mercado negro, o en diplotiendas, es decir, en dólares. Las consignas “Patria o Muerte”, o “Socialismo o muerte” no daban alternativas, a falta de lo primero 35 000 cubanos optaron por lo segundo, el riesgo, la muerte.

Recuerdo muy bien la agresividad de los ochenta, los tomatazos, los huevazos lanzados a los que decidían irse, las injurias, las provocaciones, los ataques. Nada de eso ocurrió en el verano del 94, primero no habí ani huevos ni tomates, y segundo ya nadie tenía ganas de insultas, sino de apoyar, de levantarle la moral a los que se iban, quién sabía si para el nunca. Recuerdo las enormes balsas construídas con cualquier cosa, palos podridos, sábanas agujereadas, sogas gastadas, neumáticos vencidos, remos claveteados hechos con endebles maderas. Se construían en las azoteas, en los patios, en las orillas de las playas, en el medio de la calle, participaba toda la familia, hasta el perro, quien también viajaría. Cuando la balsa salía ya, presta para el embarque, en hombros de sus futuros ocupantes, una multitud de curiosos solidarios vociferaba a pleno pulmón: “¡Miami! ¡Miami!” El espectáculo era excesivametne doloroso: madres que despedían a sus hijos, niños pequeños que quedaron al cuidado de las abuelas, o mujeres que con niños de meses en brazos esperaban la primera oportunidad para subirse en una balsa. Ricardo Vega, mi esposo, filmó en diferentes sitios claves: el Rincón de Guanabo, Cojímar, en el mismo Malecón, intentaba disuadir a las mujeres con niños, una de ellas desde una balsa le contestó: “¿Aquí no dicen que Patría o Muerte? Pues nos vamos a la muerte.” La policía observaba con absoluta indiferencia.

En unos cuantos días, después de la intervención de Bill Clinton y de las conversaciones entre Cuba y Estados Unidos, se resuelve prohibir la salida de cubanos por la vía marítima e ilegal. De nuevo le estábamos cuidando las costas a Estados Unidos. Los cubanos que fueron capturados cerca de las costas norteamericanas o rescatados en el mar irían directamente a la base naval de Guantánamo. Después vino el correveidile de que si Panamá recibiría a una cierta cantidad por unos seis meses, que si los deportaría a Cuba, de que finalmente Estados Unidos los recibiría. Se crearon carpas en la Base, allí parió una mujer que había salido embarazada con tiempo de parto, hubo conflictos, broncas, enfermedades, indecisiones, miedos, y sobre el dolor ante un destino incierto, de haber dejado abandonada a la familia, de haber atravesado el mar no exentos de peligros innombrables, tiburones, naufragios, muertes por deshidratación, suicidios por espejismos, locura… y ahora, ahora, no conocer el más mínimo detalle del futuro más próximo.

De todo esto hablan las cartas de este libro. Cartas de balseros enviadas desde la base naval de Guantánamo, desde Panamá, desde el Krome en Miami, campamento para refugiados cubanos. Cartas de amor y cartas crueles, cartas de nostalgia y cartas vengativas. Cartas esperanzadoras y cartas desilusionadas. Porque hay que señalar que el año transcurrido de estos cubanos en espera para su entrada en suelo norteamericano ha sido un verdadero infierno, una prisión con comida y cigarrillos. Algunos cuentan maravillas para no vencerse de antemano ante la diecisión tomada, otros confiesan la verdad y también con toda la sinceridad del mundo reflejan que prefieren esperar pacientes allí que prisioneros en la isla, como si estando en Guantánamo no siguieran en la isla. Otros escriben y no tienen la menor idea, ni sentido de dónde se hallan, encabezan la carta con: “La Habana, Guantánamo, Miami”, sin saber a ciencia cierta en qué sitio están, como si todavía sus mentes -como anteriormente sus cuerpos- estuvieran a la deriva en el delirio del oleaje. No olvidar a aquellos que atormentados pensaron que regresar era lo más sensato y perdieron la vida, u otros que hoy sufren graves mutilaciones a causa de las minas cuando cruzaron el cerco que divide fatalmente la base naval del territorio cubano, de ellos también se habla en estas cartas. Cartas sencillas, cartas desesperadas, escritas al vuelo del dolor y de la impaciencia, de la necesidad de conversar, de acercarse a la familia, cartas de personas que nunca han viajado, que sufren una inmensa desinformación sobre el mundo exterior, que hasta el momento habían vivido realmente aislados, ignorantes del ritmo del capitalismo, vírgenes ante cualquier producto capitalista, perplejos, temerosos.

No nos asombremos ante las faltas de ortografía, las redacciones simples, incluso del nivel de violencia en el leguanje, en el pensamiento de sus autores. No es esto literatura de ficción, es testimonio, el más vivo y ejemplificante testimonio de lo insportablemente desgarrador que ha sido el exilio cubano, sobre todo por ma. No hay que extrañarse de las faltas de ortografía, siempre he pensado que el tema del éxito de la educación en Cuba ha sido un mito más. Es verdad que se hizo la alfabetización más grande del continente, pero ¿para leer qué? Es verdad que se fabricaron maestros en las llamadas Escuelas Makarenkas -modelo soviético- en menos de seis meses o un año, eran maestros que antes habían sido campesinos analfabetos, y, claro, el producto final, no fueron profesores excelentes. Es por eso que hoy, los médicos de mi generación, los ingenieros, los abogados egresados recientemente tienen unas faltas de ortografía de antología, hasta en las recetas médicas se encuentran barbaridades impresionantes. No menospreciemos estas cartas por estos detalles que sólo testimonian a favor de una creciente maformación y brutalidad en seres humanos sedientos de vida, hambrientos de libertad. Hay que destacar que la mayoría de los balseros contaba entre veinte y treinta años.

Pasados poco más de un año los balseros no son bien recibidos en Miami, como en su tiempo tampoco lo fueron los “marielitos”. Es una fuerza que arriba buscando trabajo, espacio, y que atraerán próximamente a sus familias. Cada semana, por una suerte de sorteo médico, salen 500 cubanos para Estados Unidos, hoy quedan alrededor de 13 000 balseros en la base naval de Guantánamo. Me pregunto si algunos de mis amigos de infancia de La Habana Vieja, de los cuales aún no he tenido noticias, estarán allí, me lo pregunto dándome ánimos, evitando la duda de lo peor, no queriendo pensar más en la idea de la que me aferro como un náufrago a su tabla de salvación, que Yemayá los haya acompañado en su travesía, que estén… vivos. Busqué afanosa alguna señal de ellos en estas cartas, no la encontré, y por eso mayormente he trabajado en este libro, buscándolos hasta el final.

Todavía, haciendo caso omiso de la prohibición, algún que otro intrépido desata las redes de su balsa. Inmediatamente es detectado y devuelto a las costas cubanas… el precio en vidas ha sido muy alto, desconocemos la cantidad de desaparecidos en el fondo del océano o en las entrañas de los tiburones… El número debe ser, desgraciadamente, tan extenso como… en fin, el mar.

París, septiembre de 1995.
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Es una pena que este libro no se haya reeditado...
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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí

1 comentario:

Amparo García dijo...

Llegue hasta aca detrás de este libro.
No conseguí encontrarlo por ninguna via de internet así que parece debo contentarme con leer el prólogo o tendré que acabar acercándome a la Biblioteca Nacional de Madrid. Realmente es una pena no tener acceso a su lectura.
Un saludo!