jueves, 25 de febrero de 2010
Erase una vez La Habana
LIBRO: "Erase una vez La Habana", en palabras de su propio autor:
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DE NUEVO
Y SIEMPRE
LA HABANA
por Mons. Carlos Manuel de Céspedes
En la tarde del pasado 30 de Septiembre participé en la presentación de mi novela «ÉRASE UNA VEZ EN LA HABANA», en la Casa de América de Madrid. Se trata de un texto parido entre el 6 de Mayo de 1989 y los días finales de Noviembre de 1990. Novela escrita, pues, de corrido, muy rápidamente, y publicada ahora, sin revisiones sustanciales. Texto escrito porque me incitaron a ello amigos muy jóvenes -Juan Ernesto Montoro, Humberto Tirado, Marta, Jorge I. Domínguez, etc.- después de una conversación suscitada por la ópera «Don Giovanni», de Mozart, que vimos en la noche del 5 de Mayo, en la versión cinematográfica de Losey, en la sala adjunta a mi cuarto de entonces en el Arzobispado de La Habana, aprovechando las ventajas multiplicadoras de las videocassetes. Texto escrito no para ser publicado, sino para dejar constancia documental de personas que conocí y de algunos hechos vividos por mí en los años anteriores. Novela y testimonio que conocieron con posterioridad otros amigos, entre ellos algunos escritores, que me preguntaban acerca de ese período. Les pareció interesante la trilogía y se dieron a la tarea de publicarla. Con mi consentimiento, por supuesto, que les manifesté en mi visita a Madrid en Marzo pasado, para tomar parte en el homenaje que la Casa de América ofrecía a Don Fernando Ortiz, en el que expuse un comentario sobre una de sus últimas obras, «Una pelea cubana contra los demonios».
Leída por mí actualmente, después de casi diez años, no me entusiasma su forma literaria. La encuentro excesivamente «lezamiana». Hoy yo no escribo así. Creo que continúo siendo barroco, más no tanto. «Pero entonces así escribíamos casi todos; fue nuestro tributo, consciente o inconsciente, a Lezama», me contestó un escritor cubano, amigo, cuando, al encomiarme «Érase una vez en La Habana», yo le puse tal objeción. Quizás tenga razón. Además, casi siempre rechazo los textos que escribo y, de hecho, cuando era joven, hacía «limpieza» cada cierto tiempo y los tiraba al cesto. Tomaron ese camino textos de conferencias, escritos espirituales, comentarios bíblicos, algunos ensayos, retazos de lo que podría ser una «memoria» y hasta una novela de juventud (según Ortega y Gasset, las novelas sustituyen a las «memorias») que hoy sería incapaz de reconstruir. Hice bien en tirarlos a la papelera. De mi juventud quedan los textos que se publicaron: -una conferencia- ensayo sobre la teología contemporánea, pronunciada en la Catedral de Santiago de Cuba el 18 de Noviembre de 1964, publicada posteriormente por interés del Arzobispo Mons. Enrique Pérez Serantes; -los artículos de «Mundo Católico», escritos entre Febrero de 1964 y Febrero de 1967; - fichas con «notas de clase» para el Seminario de La Habana, no publicadas, pero sí conservadas por mí. Y, posiblemente, nada más. Después de la década de los ochentas, no he tirado más lo que he escrito. Debilidades de la senectud rampante: uno suele apegarse a los hijos de la vejez porque ya sabe que serán los últimos.
Además, volviendo a «Érase una vez en La Habana», estimo que es un texto algo sobrecargado. Si lo hubiese escrito como novela publicable, o sea, con ánimo de publicación, o si me ocupase de una revisión del mismo, lo «limpiaría» de algunas anécdotas, válidas quizás para un cuento o noveleta pero, en el marco de la novela actual, a mi entender, disgregan.
Las reseñas y críticas literarias que conozco, casi todas provenientes de la prensa española, incluyendo la de «Alfa y Omega», el semanario del Arzobispado de Madrid, son positivas. En ellas se subraya el aliento esperanzador, la dimensión congregante, comprensiva y abarcadora, el amor a Cuba y a su realidad total, vivida como propia, así como la pluma sacerdotal de quien escribe. Alguien, en Cuba me subrayó esta nota como defecto: «Se nota demasiado que está escrita por un sacerdote». Evidentemente, para mí, ése no es un defecto, sino uno de los mejores halagos que podrían hacerme.
Me han hecho también comentarios orales. Un funcionario le ha censurado un exceso de «crítica» a algunas de las realidades vividas en nuestro País... Y otro me dijo que no sabía que yo era «tan resentido» frente a cuestiones como las UMAP de los años sesentas y los repudios del ochenta... Otro, de la acera de enfrente a estos últimos, me reprochó la «confesión» de que «el Padre Cristóbal Orbe», suponiendo que el Padre Cristóbal sea yo mismo, le tenga afecto personal al Presidente, Dr. Fidel Castro, y a algunos de sus colaboradores y que, debido a ello, todavía confíe en su capacidad para conducir a la Nación por mejores derroteros (pág. 239). Y desde esa misma acera, una amiga considera que es un vacío inexplicable que no me haya referido al presidio político en Cuba durante los años en los que se desarrolla la acción. Me parece que las consideraciones de este talante, de uno u otro color, más que literarias, son políticas. Aunque es cierto que la literatura y proyección sociopolítica no son realidades divorciadas. Por otra parte, no rechazo las censuras: quien deja publicar un texto propio, sabe que se somete a la criba, acertada o no, de quienes lo lean.
No es uniforme la valoración de cada una de las tres partes de la novela. He encontrado lectores cuyas preferencias se inclinan por la primera y otros que estiman más la segunda o la tercera. Personalmente, considero que, a pesar de estar entrelazadas y expresar la misma «verdad», tienen un género literario diverso. La valoración depende, según mi juicio, de la sintonía de cada cual con el género en cuestión.
No me han faltado algunas anécdotas, para mí, conmovedoras. Una persona amiga, apartada de la Iglesia desde hace cuarenta años, me dijo que después de la lectura de mi novela, debía plantearse muy en serio su regreso a la vida católica, incluyendo la sacramental: mis amigos de «Érase una vez en La Habana» le habían estremecido el ánima. Otro amigo me preguntó, muy en serio , en dónde estaba enterrado Vladimir para ir a poner flores en su tumba.
Escrito ésto, dejo la palabra al poeta holguinero y amigo Eugenio Marrón quien, en una carta de felicitación navideña, incluyó un comentario sobre «Érase una vez en La Habana». Revela una lectura concienzuda y una comprensión muy atinada de lo que yo pretendí hacer con y en ese texto, aunque no me siento tan seguro como lo está Marrón de que haya logrado lo que me proponía.
«Ningún día mejor que el de hoy -la carta de Marrón tiene como fecha el 24 de Diciembre- para escribir sobre tu novela, esa vuelta a los dominios de "había una vez", transmutados a la sombra de "un verbo estupendo e inexistente, cervantizar" -Carlos Fuentes dixit- en retrato de familia, que la lente de la memoria, en el fiel de su fijeza, deslinda con la voluntad de la palabra que con creces se despliega. No creo que se trate, como indica el editor, de géneros que se mueven entre formas presumibles, sino más bien de las señas de identidad de un mestizaje literario, en tiempos en que cada vez desaparecen más las fronteras de las convenciones textuales. Hay en ÉRASE UNA VEZ EN LA HABANA -y lo cito porque no hay ocasión de provecho mejor para ello- un saber soñar en español que entrega bien la constitución borgiana, en palabras de Carlos Fuentes para nombrar "confusión de todos los géneros, rescate de todas las tradiciones".
No son pocas las solicitudes a la hora de la lectura, cuando adentrarse en las «tres historias» de tu novela es también, de cierta manera, llegar a tres habitaciones que se comunican. Hay en la primera, como bien dice su título, un palpar los difíciles contornos de vidas y rumbos en un viaje iniciático donde la familia, la nación y el hombre se entrecruzan, en un bildungsroman que, desde el comienzo, sabe incluir a favor: epístola, poema y dietario, regidos a cada paso por el arbitrio del novelista. La entraña confesional que identifica cada una de aquellas tres formas, está en función de ir mostrando la confluencia de destinos y personajes en estampas y retratos, para la trama que se expande y que, desde cada criatura, aporta sentimientos y vivencias que se comparten entre sí, a la vez que un derrotero -tan incierto como abarcador- se perfila en el aprendizaje narrado.
La segunda historia, donde se sobreponen y revelan las voces en vigilia de Cachita Girón y de su hijo Víctor, confidencias para una alternación donde la luz se avizora desde la oscuridad-metáfora, y no en vano transcurre este episodio de confesiones en la noche, que lleva a recontar la vida en el presentir la muerte, deslindes para zozobras y esperanzas-, transita por una suerte de inventario cercano a la mirada del historiador y a la vocación del poeta. Si bien el ojo de los anales se impone prima facie, el hálito de la poesía terminará por adueñarse de la meditación, para conformar una coda en la que los poemas de Víctor llevan a la parcela de analogías literarias que, con certidumbre, alienta: Víctor-Malte Laurids Brigge y Víctor-José Cemí, dos ángeles tutelares que bien pueden nombrar al hijo de Cachita para la muerte, según Rilke, y para la resurrección, según Lezama.»
Las "Estaciones de Vladimir" (tercera historia) es un descenso al infierno, o mejor: el viaje iniciático de "Los difíciles contornos" a la inversa. Odiseo que acepta la invitación de Circe no para encontrar a Laertes, su padre, sino para salvar a Telémaco, su hijo. Entre la recuperación de la imagen o la salvación del alma, Odiseo opta por la segunda: así le afirma el Padre Cristóbal Orbe -su nombre; la ciudad y el mundo- y en él se reúnen Dante y Virgilio, evocar y guiar en una sola manera y al calor de una summa poética rediviva. Las catorce estaciones son un Via Crucis cubano de fin de siglo, digno de un Libro de Horas que con dolor de vida y esplendor de arte hubiera pintado Antonia Eiriz. Allí la crónica se impone a la literatura, aún cuando las referencias para esta última sean tan diversas como implicadoras. Pero lo mestizo, que concierne a los textos de esta novela, acepta la imposición.
Érase una vez en La Habana, en el conjunto de las tres historias que la conforman, es una novela, a secas, que no una novela testimonio. El proceso de la ficción, a partir de la clásica fórmula, que le resulta muy útil para la presentación de personajes e historia a descubrir, de manuscrito encontrado en..., pone de manifiesto mucho más: como las muñecas rusas que albergan en su interior a otras, para irse hallando paso a paso. Cada suceso lleva a otro suceso. Centro de la novela es la familia: los linajes de la sangre y de la amistad que siembran y cumplen. En este orden, Érase una vez en La Habana viene a incorporarse al grupo familiar de Paradiso, con la sed de imagen y de resurrección; de El pan dormido, con el hambre de tiempo y de heredad que sueña la infancia sin retorno, retornada por la literatura; y del tríptico De peña pobre, Los papeles de Jacinto Finalé y Rajando la leña está, de Cintio Vitier, con la savia de memoria, poesía y música.
Pródigo ha sido el año que termina, querido Carlos, en los libros cubanos, cuando hago mi balance de lecturas. Novelas como Tuyo es el Reino, Caracol Beach, A medianoche llegan los muertos, Paisaje de otoño, Juego de Espejos, de Ortega y Érase una vez en La Habana - sólo puedo hablar de lo leído- entregan fragmentos totalizadores o parciales, plenitudes de ficción, agudezas de ingenio a la hora de narrar. Libros de ensayo como los de Pablo Armando -De memorias y anhelos- y Reynaldo -La ventana discreta, que para mí ha sido tan felizmente indiscreta y sabrosa-, advierten a buena luz los placeres de ensayar como siempre quiso Montaigne, gusto por el lenguaje y la mirada que sabe observar con atención, verdadera fiesta nombrable -parafraseando a Lezama al revés-. Ahora vendrán las páginas de tu próxima novela -la de tu familia- y será el júbilo, que ya estás en la cofradía de la verdad de las mentiras de Vargas Llosa.»
Hasta aquí, las palabras críticas de Eugenio Marrón, entresacadas de su carta navideña. La última alusión tiene que ver con el «castigo» de recordarme siempre la petición de él y de otros amigos escritores: que escriba, novelando, la saga de los De Céspedes y de los García-Menocal. Les aseguro que no los complaceré.
La Habana, 30 de Diciembre de 1998.
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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí
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