martes, 23 de febrero de 2010

DINERO PARA LA HABANA. Un cuento de Julio Travieso.


Un cuento de muestra (...para que se animen a adquirir el libro)
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DINERO PARA LA HABANA
Julio Travieso Serrano
(Ciudad de La Habana, 1940)


Él llegó a la avenida Lázaro Cárdenas que, a esa hora, ocho de la noche, se hallaba desierta. Al anochecer el gentío desaparecía de la gigantesca Ciudad de México y las calles se hacían silenciosas con solo unos pocos transeúntes de andar ligero y apresurado, deseosos de llegar pronto a dondequiera que fueran.

Le gustaban aquellas calles, anchas, limpias, de faroles cada cincuenta metros cuyas luces producían sombras alargadas sobre el pavimento. Luego de seis meses en el Distrito Federal, algunas le eran conocidas, pero otras seguían siendo misteriosas, enigmáticas, con sus mansiones de elevados muros que impedían el paso de la mirada. ¿Quiénes vivían en ellas? Ricos, sin duda, pero ¿qué clase de ricos? A veces, un portón se abría fugazmente para dar paso a un lujoso auto de cristales oscuros e invisibles pasajeros. Después el portón se cerraba automáticamente y la casa volvía a esconderse tras la quietud de sus muros. A veces, cuando alguien presionaba en la verja de entrada el timbre de un oculto intercomunicador, una voz deformada chillaba: "¿Quién?". Solo eso y enseguida el absoluto silencio en el interior.

Le gustaba soñar que algún día podría vivir en una vivienda así y poseer uno de aquellos autos. ¿Por qué no? Solo sería necesario trabajar muy duro y un poco de suerte, quizá ayuda de alguien influyente. Entonces alquilaría un departamento en el exclusivo barrio de la Condesa.

De tres piezas, agua fría y caliente a todas horas, elevador siempre funcionando. Nada parecido a su vieja casa en la cacareante y sucia Habana, de paredes agrietadas, agua cada tres días y elevador permanentemente roto.

El recuerdo de La Habana, donde estaban sus padres y su hermano, lo entristeció por un momento. ¿Cuándo los volvería a ver? Pronto, si la suerte lo seguía acompañando, se dijo y aspiró con fuerza el contaminado aire de la capital mexicana.

Y la suerte le estaba sonriendo. Atrás quedaban los primeros y duros días de su llegada a México, sin trabajo, sin dinero, viviendo de favor, hoy en el cuarto de un cubano, tan pobre como él, y mañana en la casa de un bondadoso amigo mexicano de donde debía marcharse al mes, porque la caridad tiene un límite y "ya sabes cubano, mi hija regresa el lunes", para terminar en el cuarto de otro cubano.

No, gracias a Dios, ya no era así, se dijo y aguardó el cambio de luz del semáforo en la avenida Baja California por la que los autos pasaban a toda velocidad, como meteoritos, para perderse en la oscuridad de la noche.

Estaba progresando. Ya hasta había engordado y nada recordaba en él al hombre esquelético, rostro de moribundo llegado de La Habana seis meses atrás con tres dólares en el bolsillo.

Aquellos tres dólares se habían convertido en los casi quinientos que obtenía al mes por los artículos para la revistilla de horror y basura en la que, a veces, le permitían colaborar, el trabajo en la editorial, las ocasionales traducciones del alemán para la empresa comercial distribuidora de literatura erótico pornográfica, y las pocas clases de japonés al grupo de mexicanos interesados en convertirse en ninjas.

No era mucho dinero, pero le alcanzaba para pagar por un cuarto en la azotea de un viejo edificio. Un cuarto que era suyo y donde hacía lo que quería sin molestar a nadie y sin que nadie le molestase, tan pequeño como una caja de zapatos, sin cocina y con el servicio sanitario y el lavamanos afuera, sobre la azotea, compartidos con otras familias.

El ojo rojo del semáforo se hizo verde y él comenzó a cruzar la avenida al mismo tiempo que un hombre pequeño y forzudo, cuya cabeza le recordó la de un gorila, y una mujer de pronunciados senos y cabellos rubios.

Sí, todo era mucho mejor, pensó satisfecho mientras caminaba por la silenciosa avenida detrás de la mujer y delante del hombre con cabeza de gorila.

Ahora hacía tres comidas diarias, modestas, pero tres comidas al fin, con verduras, carne, pan, mantequilla, leche y, a veces, un helado.

Además, ya podía mandar todos los meses cincuenta dólares a sus padres, el dinero imprescindible para que no pasaran necesidades en la depauperada Habana. Allí estaban los dólares, en el bolsillo de su chaqueta, alegres, satisfechos, esperando para ser enviados con el amigo a quien vería esa noche.

Impulsivamente, sus dedos fueron al bolsillo y acariciaron los billetes que él sintió tibios.

Qué agradable satisfacción la del dinero, pensó. Saber que hoy estaba junto a su corazón y mañana en las manos de su madre que saltaría de alegría, diciendo "qué hijo tan bueno tengo".

Y en el bolsillo no solo traía los alegres cincuenta dólares.

Algo más quedaba para pequeñas satisfacciones, como tomar unas cervezas o comer tacos.

Precisamente, allí estaba la taquería, a pocos pasos de la avenida. Desde el mediodía no comía nada y hacia ella fue aprisa, deseoso de saborear uno de los platos de la cocina mexicana que más le gustaban, los tacos.

Al parecer, no era el único atraído por el deseo de comer porque la mujer con la que se cruzara en el semáforo también entró en el establecimiento.

Aquella era una pobre taquería con apenas cuatro o cinco mesas, un gastado mostrador y un viejo dependiente de rostro cansado y andar pausado que tomó la orden de la mujer y después se volvió hacia él.

—Cuatro tacos al pastor y una cerveza —ordenó y observó a la mujer.

Podía tener alrededor de treinta años y sus ojos, grandes, rasgados de color avellana, eran muy hermosos.

Él la miró fijamente y sus miradas se encontraron, pero enseguida ella bajó la cabeza.

"Qué ojos tan lindos. Quién pudiera besarlos", pensó y se sintió inquieto, como siempre, al encontrar a una mujer que le gustara mucho.

—Aquí tiene el señor, sus tacos y su cervecita —la voz del camarero era melosa, acariciante.

Sin prisa bebió la cerveza y comió los tacos, sintiendo en la boca el agradable sabor de la carne y la tortilla de maíz, sin nada de picante, unido al amargor de la cerveza.

En la mesa de enfrente la mujer terminó de comer, y se limpió los labios con una servilleta. Él volvió a mirarla con insistencia. Ella, mientras pagaba, le devolvió la mirada por un instante y una leve sonrisa se insinuó en sus labios.

"Me sonrió, me sonrió. Hoy es mi día de suerte", se dijo excitado y, dejando un taco en el plato, pidió la cuenta.

Ya iba a salir cuando se detuvo. ¿Qué estaba haciendo?, se preguntó. ¿Otro encuentro fortuito en la calle que quizá le trajera malas consecuencias? ¿No le era suficiente lo ocurrido con el trasvesti aquel?

Indeciso, miró al camarero que limpiaba las mesas. No siempre iba a tener tanta mala suerte. No todas las mujeres eran bandidas ni travestis. Pero aunque disponía de un poco más de dinero no era para estarlo tirando, dilapidándolo con mujeres, se dijo. El dinero, en especial el de La Habana, era sagrado.

Molesto, cabizbajo, salió de la taquería y caminó lentamente, detrás de la mujer. La calle, con excepción de ellos dos, estaba desierta.

De pronto, el hombre cabeza de gorila, con el que se cruzara en el semáforo, surgió de una oscuridad en la acera de enfrente y silbó suavemente.

Entonces, cuando la mujer se detuvo, a él se le crisparon los nervios.

Un asalto. Lo iban a asaltar. La mujer había entrado con él a la taquería para vigilarlo mientras su cómplice la aguardaba afuera.

¿Gritar? ¿Correr? ¿Hacerles frente?

Nada hizo y se mantuvo inmóvil, los puños cerrados, el cuerpo tenso, como si estuviese siendo golpeado.

La mujer retrocedió y el hombre fue al encuentro de ella. Conversaron un momento y volvieron a caminar calle adelante, abrazados. Poco después, llamaron un taxi y partieron.

Él respiró aliviado, "Tuve suerte", se dijo y apresuró el paso. Unos metros más allá se hallaba la desierta parada del ómnibus que le llevaría a casa del cubano con quien enviaría el dinero para La Habana.

¿Qué habría hecho si en realidad hubiese sido asaltado?, pensó al llegar a la parada. A lo lejos, por la gran avenida, ya parpadeaban las luces del ómnibus.

—La lana, güey —la voz, seca, dura, lo golpeó por la espalda.

Cuando se volvió vio a un joven, casi un niño, pequeño, delgado, de brazos muy cortos, que le amenazaba con un cuchillo.

De momento no reaccionó. Después, quizá por nerviosismo, extendió los brazos con los puños cerrados.

—La lana, jijo de la chinga —gritó el cuchillo y fue hacia él.

El ómnibus ya estaba a menos de veinte metros y sus dos grandes reflectores iluminaron la acera.

Ah, no, el dinero para La Habana no.

Su brazo se elevó y contuvo en el aire el brazo del cuchillo mientras el pie golpeaba entre las piernas.

—Maricón.

El ómnibus llegó y varios pasajeros descendieron, pero él no los pudo ver bien.

Por un momento, el cuchillo se detuvo indeciso y enseguida retrocedió con su dueño que corrió hacia las sombras.

Nervioso, agitado, él se pasó la mano por la cara y después subió al ómnibus.

En el brazo izquierdo, la manga de su saco estaba rasgada, pero el cuchillo no había llegado a la carne.

—Buenas noches —dijo el chofer con mucha cortesía.

—Buenas noches.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, gracias —respondió y luego de pagar fue hacia el final del ómnibus casi vacío. En los asientos delanteros dos mujeres conversaban y un viejo dormitaba. Un poco más atrás, un hombre corpulento miraba con indiferencia hacia la calle. Él se sentó, palpó el dinero en el bolsillo de la chaqueta y también miró hacia la calle. Afuera todo estaba tranquilo y silencioso con unos pocos automóviles que cruzaban a alta velocidad. Entonces el chofer cerró las puertas y el ómnibus avanzó suavemente a través de la gran avenida.
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Tomado del libro A lo lejos volaba una gaviota. Cortesía de la Editorial Letras Cubanas.

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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí

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