martes, 23 de febrero de 2010

Entrevista a Leonardo Padura (2ª parte)


«CUBA ES UN PAÍS QUE MIRA AL PASADO» (II)

Entrevista con Leonardo Padura Fuentes. De la tetralogía de Mario Conde a 'El hombre que amaba a los perros'.

Luis Manuel García, Madrid | 20/12/2008



Es bien conocida tu admiración por la obra de Carpentier. Te has referido también a la de Vargas Llosa, García Márquez, y el Cabrera Infante de Tres tristes tigres como (eludiré la palabra "influencias") fuentes nutricias. Sin embargo, cualquiera que se acerque a tu literatura descubrirá que el tempo, la estructura, el diseño de los personajes, se acerca más a la arquitectura de la narrativa norteamericana que a las construcciones de los grandes narradores iberoamericanos…

Y tienes toda la razón. Creo que en mi manera de entender y de pretender la literatura gravitan los dos universos entre los que, incluso geográficamente, se encuentra Cuba. De la literatura iberoamericana he perseguido la calidad idiomática, el espíritu literario que sólo se puede expresar a través de un lenguaje y sólo se puede adquirir a través de la lectura del idioma propio. No creo que pudiera escribir en "cubano", más aun, en "habanero", sin haber asimilado la narrativa de Cabrera Infante, y tampoco tendría el estilo que pretendo tener sin las lecturas de Carpentier, García Márquez, Fernando del Paso, Vázquez Montalbán, verdaderos maestros en el uso del idioma español.

Tampoco me habría sido posible, yendo un poco más allá, concebir determinadas historias que he escrito sin el aprendizaje de la arquitectura de la novela que he hecho en un Vargas Llosa o en la más reciente lectura de Roberto Bolaño. Pero toda esa voluntad de estilo y empleo de mi lengua ha sido puesta en función de una necesidad que aprendí de la novela norteamericana, de ese elemento que, a mi juicio, es su gran virtud: la capacidad de sus escritores para contar historias.

Desde que tuve intenciones literarias, en mi época de estudio en la Universidad de La Habana, comencé a leer como un loco novelas norteamericanas y lo hice con el placer enorme —que no me garantizaban todos los latinoamericanos— de leer historias sólidas, bien narradas, en las que la comunicación con el lector es una premisa que siempre está presente. Y ese influjo fue algo de lo que me apropié como una necesidad y una virtud posible. Al extremo de que cuando escribí mi primera novela, el punto de referencia era ni más ni menos que Desayuno en Tiffani's, de Truman Capote, y las voces que me obsesionaban (y obsesionan) eran las de Hemingway, Salinger, Updike, Fitzgerald, Carson McCullers, Chandler y Hammett.

¿A quiénes consideras tus maestros, aquellos que personalmente han marcado tu obra: lectores, editores, amigos, profesores?

Quizás deba mencionar, en primer término, al grupo de compañeros con el que coincidí en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana y que me indujeron a leer ciertos libros reveladores o me provocaron envidia con sus conocimientos y lecturas, en un momento en el cual yo exhibía una monumental incultura. Entre esos amigos estuvieron Lincoln Capote, Alex Fleites, José Luis Ferrer, Arsenio Cicero y Abilio Estévez.

Luego, entre las personas que más me han ayudado a ser exigente con mi literatura, fue esencial la enseñanza de Ambrosio Fornet, que se leyó mis primeros libros y me los destrozó. Ambrosio es el editor más despiadado que he tenido y se lo agradezco infinita y eternamente. Luego he tenido la suerte de trabajar con editores como Beatriz de Moura y, más recientemente, con Juan Cerezo, de Tusquets, que han sido terriblemente exigentes.

Desde que empecé a publicar en Tusquets, ellos son también responsables de lo que he escrito y de cómo lo he escrito. Pero también he tenido la fortuna de tener un grupo de lectores muy cercanos que me han dado la seguridad de moverme en medio de esa incertidumbre que siempre es (al menos para mi y mi inseguridad) el texto literario en proceso de creación. Entre ellos, la principal ha sido mi mujer, Lucía, que, como su nombre indica, es un ser dotado de una extraña lucidez.

Has afirmado que tu aproximación a Carpentier se relaciona más con el tema de la identidad, postulada por él a través de lo real maravilloso. En un mundo plagado de identidades mestizas, transfronterizas, de literaturas posnacionales, ¿no resulta un tanto obsoleta la búsqueda de una identidad que se ha convertido en una especie inasible, en vertiginoso travestismo?

Es evidente que tal vez pueda parecer muy moderna (y por tanto, trascendida) la búsqueda de la identidad en un mundo que ya ha traspasado la posmodernidad y va hacia ni se sabe qué. Pero a mí me interesa mucho trabajar con esas esencias que de alguna manera componen el caleidoscopio que es la cubanía (y no me pidas que la defina, no sé si nos alcanzaría el espacio). Quizás por ser un país multiétnico, multicultural, en el que siempre andamos en busca de algo que no acaba de concretarse, siento que la identidad, los orígenes, la historia, los elementos que nos componen se me revelan como una necesidad y una vía para fijar ciertas obsesiones.

Quizás todo comenzó cuando decidí escribir mi tesis de grado universitaria sobre el Inca Garcilaso de la Vega y demostrar que había sido el primer hispanoamericano cuando no existía aún Hispanoamérica. Luego, cuando hice periodismo en Juventud Rebelde, me obsesioné con las historias que no aparecen en la historia oficial y en las cuales se reflejaba el proceso de una identidad siempre en formación, y escribí los reportajes sobre los chinos en Cuba, sobre los francohaitianos, los gitanos, etcétera. Escribí vidas de peloteros, de músicos, de vírgenes (la Caridad del Cobre) y crónicas de los colores, sabores y olores que nos acompañan: el ron de Santiago de Cuba, el tabaco de Pinar del Río, las parrandas de Remedios… Después vinieron los años en que estudié a Carpentier y me adentré mucho en ese camino que él recorrió en la definición de lo latinoamericano, una búsqueda que compartió con toda una generación intelectual del continente.

Ya cuando me dediqué mayormente a escribir novelas, todo ese sustrato me acompañó y me sigue acompañando, y por eso es que llego, por ejemplo, a José María Heredia, a su obra, su vida y su destino como la fuente de tantas esencias que nos han marcado: la obsesión de la insularidad, la pertenencia a un país, el exilio como presencia constante, la aspiración a la libertad en la fraternidad.

En mis libros siempre la música es una compañía, como le ocurre a casi todos los cubanos, y el barrio es la representación mejor de la patria, porque ahí está el origen de todo lo que somos —o éramos, cuando los barrios tenían todo su carácter, sin las difuminaciones posteriores—. Quizás todo ese propósito de fijar lo propio sea intrascendente o trasnochado en otras latitudes, pero yo sigo sintiendo que Cuba es una identidad en formación y que el trabajo con esos elementos de la esencia cubana se me revela como una necesidad.

¿En qué medida ha cambiado entre los escritores cubanos el concepto de literatura y arte nacionales? Siento que, salvo excepciones, se mantiene un apego a lo local (y esto no es un juicio de valor, desde luego), que en autores como Carpentier, por ejemplo, había mudado hacia una apropiación de todos los territorios de la cultura occidental…

Creo, como tú, que la literatura cubana ha sufrido de un exceso de localismo, que mi propia literatura lo ha sufrido y tal vez por ello se me presentó la necesidad de romper ciertas fronteras geográficas y culturales y estoy escribiendo una novela cubana, muy cubana, en la que los personajes centrales son León Trotski y su asesino, el español Ramón Mercader, y los escenarios que se suceden son Moscú, París, México, un fiordo noruego y una isla del mar de Mármara: pero todo eso pasa por Cuba y por la forma de ver el mundo de un cubano de estos tiempos, y ya verás de qué forma cuando leas el libro.

Pienso que la obsesión por las historias cubanas tiene mucho que ver con la falta de equilibrio que existe en Cuba entre narrativa y periodismo. La cualidad, más aun que la calidad del periodismo cubano, ha sido lamentable, salvo en pequeños períodos —como ese durante el que tú también hiciste periodismo en Cuba y tratamos de mover la realidad y su percepción con artículos y reportajes—.

Muchos de nosotros, casi todos, hemos sentido la complicada necesidad de hacer la crónica de nuestro tiempo, en vista de que esa crónica no aparece o aparece mal en la prensa cubana. Muchas realidades, personajes, actitudes y, sobre todo, modos de pensar de los cubanos de estos años sólo han tenido espacio en la literatura (y algún reflejo en el cine: recuerda Suite Habana o los documentales hechos por los más jóvenes realizadores), y muchos escritores, no sé si conscientemente, hemos asumido esa responsabilidad, que no tiene por qué ser de la literatura, y la hemos llevado a nuestros textos.

En el caso de mis novelas policiales, he tratado de ver la realidad cubana desde la mayor cercanía posible, de meterme en ella y fijar algunas de sus características durante estos años. Mis libros, a diferencia de los de Pedro Juan Gutiérrez o los de Amir Valle, que se centran en lo peor de la sociedad, exploran lo que ocurre dentro de las cabezas de las gentes que viven en esa sociedad, y por eso Jorge Fornet los considera "narrativa del desencanto", no de la violencia o de los lados más sucios de la realidad.

En cualquier caso, al trabajar con criminales como personajes, tocas el fondo de una sociedad, aunque en más de un caso mis criminales no son marginales —todo lo contrario— y más que un bajo mundo, pretendo mostrar la bajeza de un mundo: la doble moral, el engaño, el oportunismo, el enmascaramiento, la corrupción, la envidia, la frustración de las gentes y los efectos que esas actitudes tienen en la realidad. Y de muchas maneras lo hago como el periodista que fui y que soy, y a mucha honra.

Pero el resultado es que a veces la literatura cubana se ha tornado folclorizante, demasiado local, y no ha sabido encontrar los mecanismos literarios y conceptuales para comunicarse de manera más universal. El resultado ha sido que varios excelentes escritores cubanos sólo son conocidos en Cuba, pues su literatura carece de interés para lectores de otras latitudes. Pienso que fue el mismo Carpentier quien nos dio la clave del modo de resolver esa importante cuestión cuando, apropiándose de una frase de Unamuno, advirtió que era necesario hallar lo universal en las entrañas de lo local, y en lo circunscrito y limitado, lo eterno.

Si somos capaces de encontrar en nuestras propias realidades y esencias los vasos comunicantes con las realidades y esencias de los demás hombres, la literatura da ese paso hacia lo universal, que fue el gran paso que dio Carpentier, o que dio un autor como Cabrera Infante escribiendo de la vida nocturna de cuatro locos en La Habana.

Creo que en varios creadores cubanos la noción de arte nacional ha cambiado en la medida en que los códigos artísticos universales se han hecho más cercanos a los creadores de cualquier latitud. Quizás el arte donde mejor se advierta esta ruptura sea en la música más reciente, que sigue siendo cubana, muy cubana, pero que se ha permeado de modos y actitudes llegados de otras latitudes.

En la literatura, mientras tanto, van apareciendo una serie de escritores que son difíciles de ubicar en lo que antes considerábamos típicamente cubano —sus personajes y asuntos son premeditadamente universales—, pero eso no les garantiza la universalidad: no depende tanto de lo que se toma como punto de partida como del resultado. Ahí es donde hay que tener esa actitud universal, esa mirada supralocal, no importa si escribes en Las Tunas o en Estocolmo.

Al hablar del microcosmos donde se mueve Mario Conde, mencionas el concepto de "pertenencia" (a los territorios físicos, humanos, verbales, imaginarios donde se mueven los personajes). En ese sentido, creo que la autenticidad literaria de Mario Conde ha sido debidamente certificada por los lectores. Dado que esa "pertenencia" es involuntaria, que no nos podemos librar de ella, ¿no será más adecuado hablar sobre la "transcripción literaria" de esa "pertenencia"?

Mario Conde ha tenido una gran suerte, ha conseguido caminar por la realidad como una persona de carne y hueso. Sobre todo, acá en Cuba, mucha gente lo ve como alguien vivo y me preguntan por sus amigos, por sus obsesiones, por su suerte, como si fuera alguien que vive, una persona de la cual yo tengo noticias. Lo curioso es que en su formación literaria yo puse tantas responsabilidades y misiones en el personaje que verlo respirar me parece un milagro (y fue justamente ese milagro lo que me llevó a conservarlo y a revisitarlo en una serie de novelas, pues al principio sólo iba a ser el protagonista de Pasado perfecto).

Mario Conde es, ahora mismo, como sabes, el personaje de seis novelas y si al principio era algo tan inverosímil como un policía investigador (es difícil creerse un policía así, más bien blando, demasiado intelectual, que además no sabe nada de investigación criminal y que es buena persona), ahora es algo más inverosímil aún, pues se transformó en librero de viejos, pero honesto y melancólico.

Además, al principio tuvo la responsabilidad absoluta de llevar las riendas de las novelas: todo lo que se decía, veía, pensaba en los libros, pasaba a través de la pupila y la sensibilidad de Conde, y por ello tuve que hacer de él un policía culto, inteligente, mordaz, amante de la literatura y gozador de sus nostalgias, pues de lo contrario mal hubiera podido servirme de vehículo para expresar mis preocupaciones sociales y humanas. Pero hay más: para lo que yo quería lograr y para que su verosimilitud se solidificara, Mario Conde tenía que estar más cerca de la tierra que del cielo, y por eso debía vivir en un barrio de La Habana que todavía fuese barrio y popular: ese barrio es Mantilla, aunque nunca se le mencione por su nombre.

Y, para colmo, yo traté de que el pobre personaje fuese un compendio o una expresión de lo que ha sido y es nuestra generación en la Cuba de estos años, la generación escondida o de los mandados o del cansancio histórico, como se le llama algunas veces en las novelas, las gentes que se quedaron a medio camino de todo, que creyeron y luego descreyeron, los que nunca tuvieron ni tendrán nada, los que no se fueron o, si se fueron, también se quedaron porque pertenecían y pertenecerán siempre a una cultura y a una tradición…

Y ahí entra en juego el conflicto de la pertenencia. Yo creo que una de las bendiciones y de los peores lastres de la cultura cubana es la imposibilidad de desligarnos de ella por parte de los que nacimos y vivimos en sus territorios. Si los que vivimos en la Isla a veces nos hartamos de combatir y recibir siempre lo mismo, los que están fuera siguen peleando con sus nostalgias, sus fantasmas y con cosas más concretas a las que no pueden renunciar: modos de ver la vida, o ese orgullo tremendo que tenemos todos los cubanos de ser cubanos y, como se dice ahora, hasta de creernos cosas: que somos los mejores, por ejemplo…

Y quizás a algunos les parezca que exagero cuando digo todo esto, pero la verdad es que la cubanía es una pertenencia casi indeleble. A mí me lo demostró de un modo increíblemente fuerte el músico Mario Bauzá, el creador del latin jazz, que luego de 60 años viviendo en Estados Unidos y haciendo jazz, decía la palabra negüe, te decía chico, y estaba convencido de que lo único que no haría nunca un cubano es reconocer el éxito de otro cubano.

La pertenencia que expresa Conde es entonces múltiple, abarcadora: no sólo es física, a un territorio real, sino también pertenece a una generación, a un estado de pensamiento, a una formación cultural y sentimental, a un espacio de la memoria; sobre todo esto, a una memoria a la cual se aferra y a la que no quiere renunciar: sus recuerdos expresan mejor que nada esa pertenencia porque es, al fin y al cabo, lo único que en realidad le pertenece.

En Pasado perfecto encontraste, has afirmado, la literatura que no habías hallado antes. ¿Qué es, vista desde la distancia, tu primera novela, Fiebre de caballos?

Lo que se lee en ella: una novela de aprendizaje, en todos los sentidos. Fiebre de caballos fue escrita entre 1983 y 1984, en uno de los períodos más extraños de mi vida, pues coincidió con el momento en que soy sacado de El Caimán Barbudo y enviado a Juventud Rebelde, a expiar mis pecados de problemático ideológico, y tengo que hacer algunas de las adecuaciones más graves de mi vida, como pensar que ya no seré jamás redactor de El Caimán, ni dirigente de la Brigada Hermanos Saíz y que quizás, incluso, ni siquiera seré escritor, como podía ocurrir en aquella época, pues había ocurrido en la época anterior (apenas diez años antes).

Debo, además, aprender a hacer periodismo trabajando ya en el periódico, y eso significó un gran esfuerzo de concentración. Pero me hice periodista escribiendo crónicas, y seguí siendo escritor, pues terminé Fiebre de caballos y fue aceptada por Letras Cubanas para su publicación. Es curioso que, a pesar de todos esos tropezones, la novela saliera ilesa en su inocencia esencial: tanto literaria como conceptualmente es una obra de una candidez que me conmueve. Y es que esa era mi candidez de entonces, literaria y conceptual, a mis veintitantos años, en un país donde todos mirábamos hacia el futuro.

Escribiendo esa novela, aprendí cosas tan esenciales como hacer que pasara el tiempo en una historia, a definir los rasgos y necesidades de un personaje, a perseguir una voluntad de estilo, a luchar contra lo que quiere el autor y lo que exigen el argumento y los personajes. Aprendí que una historia no está terminada hasta que no estés harto de ella, y por eso reescribí varias veces la novela hasta que se me fue de las manos y respiró por ella misma.

Por eso veo a Fiebre de caballos como un escalón hacia el escritor que sería seis años después, cuando, luego de la magnífica experiencia en que se convirtió mi paso por Juventud Rebelde, me enfrento al deseo de escribir Pasado perfecto y descubro que, aunque ya era un escritor, incluso con una novela publicada, todavía no sabía —y aún no lo sé— qué cosa es escribir una novela.

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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí

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