martes, 23 de febrero de 2010

Qué tiempos aquellos que ya pasaron...


"QUÉ TIEMPOS AQUELLOS QUE YA PASARON..."
Emilio García Montiel


Había, ante todo, el único programa en horario infantil que era visto por adultos: La comedia silente, que cada mañana de domingo exhibía dos o tres cortometrajes humorísticos del cine mudo norteamericano y, de vez en vez, cortometrajes documentales o dramáticos. Si en Cuba la mayoría de las películas mudas fueron entendidas como comedia silente y no como cine silente, se debió, sin duda, a ese excepcional programa.
Más que los propios filmes, su protagonista era una suerte de mago de los efectos de sonido llamado Armando Calderón, el cual no sólo gozaba de singular ingenio para asentar en boca de esos gesticulantes astros de la pantalla de los años 20 los parlamentos más insólitos, sino que, maniobrando con los más dispares utensilios cotidianos, era capaz de ambientar --en una manufactura que hoy llamaríamos arte-- las "estrepitosas'', y no menos vertiginosas, escenas de golpe y porrazo.

Salvo en el caso de Charles Chaplin, a quien Calderón siempre le respetó el nombre de Charles, la mayoría de los actores eran independizados del nombre de sus personajes, o de sus nombres reales, para ser inmortalizados como Cara de Globo y Soplete, los trillizos Barrilito, Barrilete y Barrilote, el amigo Maicena o el amigo Mantequilla; otras veces, algún mote circunstancial a causa de la trama del filme devenía igualmente popular, como el de la Marquesa de las Papadas o el del abusador Matasiete, antagonista de Chaplin en la antológica cinta La calle de la paz.

Del mismo modo, todos los restaurantes se convertían en un solo restaurante: El vaso de agua; todas las tintoterías o lavanderías eran La bola de churre, y todas las novias o damitas en edad de merecer respondían, invariablemente, al cándido --o perverso-- nombre de Lulú. Es, por supuesto, imposible reproducir por escrito las famosas onomatopeyas de Calderón que --aun cuando el programa ya había desaparecido-- dábamos en remedar ante cualquier circunstancia que nos evocara a La comedia silente.

Como bien observara el poeta Omar Pérez en una entrevista realizada al humorista en la década de los 80, una de las claves del éxito --y de la importancia-- de Calderón estribaba no sólo en la reproducción burlesca de sonidos o en el ingenio de sus parlamentos, sino en el hecho de que cada personaje, o ambiente, era homologado con situaciones de la tradición cubana o más bien --añado yo-- con los imaginarios cubanos con respecto a su propia cultura.

Así, joyeros, sastres, peluqueros o tintoreros hablaban con acento francés; los dueños de los restaurantes eran gallegos; los niños mandaderos o recaderos --casi siempre de raza negra-- eran, en benevolencia o en "corrección política'', identificados como secretarios; la música de un baile de salón sonaba como un danzón o algún tarareo semejante; los ocasionales bailes pasionales se acompañaban de tango. El programa comenzaba con Armando Calderón repitiendo --en su habitual tono nasal-- una de las presentaciones más recordadas de la televisión cubana: "Buenos días, queridos amiguitos, papaítos y abuelitos, hoy continuamos con los estrenos del pasado''. Una vez inmerso en la narración, el vocativo "queridos amiguitos'' era reiterado por Calderón para enfatizar asombro, o desconcierto, ante escenas climáticas o de sucesivos golpes y porrazos.

Aunque muchos apostarían su cabeza a que sí la oyeron, la frase "esto es de p [...] queridos amiguitos'' no pertenece a Armando Calderón, sino a una inventiva popular que no hizo más que remedar el propio talento del artista, y rendirle, de paso, un involuntario homenaje.

Casos y cosas de casa, Detrás de la fachada y San Nicolás del Peladero fueron los otros tres programas humorísticos que hacia la década del 70 marcaron la televisión cubana. Mucho más que el primero, los dos restantes devinieron paradigma del humor en Cuba. A pesar de sus chistes absolutamente blancos (no otra cosa se podía en la televisión) ambos programas reunían actores y actrices que habían pasado exitosamente por las tablas y que no sólo eran capaces de las mejores "morcillas'', sino que --sobre todo en el caso de San Nicolás del Peladero-- habían logrado rescatar los tipos del desaparecido teatro bufo cubano.

Detrás de la fachada, un programa costumbrista conducido por dos de nuestros mejores locutores --José Antonio Cepero Brito (sustituido luego por Enrique Almirante) y Consuelo Vidal-- que pasaba la noche de los miércoles y que parodiaba la convivencia en un edificio de apartamentos, contaba con un elenco base conformado por Alfredo Perojo, Rosario Carmona, Wilfredo Fernández, Elena Bolaños y por la máxima estrella del humor cubano, Enrique Arredondo.

A partir de Detrás de la fachada, Arredondo comenzó a ser identificado por el nombre de su personaje, Bernabé, y frases como "¡Pues no puede ser!'', "No me da mi irrevereconsultívera gana'', o "No puedo porque padezco de azúcar en la columna'', hacían las delicias tanto de los mayores como de quienes todavía transitábamos por la edad escolar.

Como en el caso de Calderón, a Arredondo también se le atribuye una frase irreverente, aunque en esta ocasión por matices que, estéticamente peyorativos, devenían, en última instancia, políticamente peyorativos: en una de las emisiones de Detrás de la Fachada, Bernabé dice a su nieto: "Si no te comes la comida te voy a poner a ver los muñequitos rusos''. Yo, que me preciaba de ser "experto'', tanto en Detrás de la fachada como en San Nicolás del Peladero, no recuerdo haber escuchado nunca esa frase por la que supuestamente Arredondo fue alejado por un tiempo de los estudios.

Fuera cierto o no, de cualquier modo, la idea no era totalmente de Arredondo, sino que flotaba en el aire de una programación infantil permeada por una producción soviética, temiblemente sosa, sobre todo para quienes habíamos alcanzado a ver esas agilísimas producciones de Disney que aún se proyectaban en los años 60. (La cúspide de lo ininteligible en cuanto a humor infantil fue el payaso Ferdinando; un payaso alemándemocrático, humanista y ecologista que hacía cualquier cosa por el bien de la humanidad menos hacer reír).

Con el tiempo, el elenco y los conductores de Detrás de la fachada fueron cambiando; de los nuevos personajes, el más reconocido sería, sin duda, Bolondrón, un singular cartero estelarizado por un Pedro Bascot que cortejaba --con más esperanza que éxito-- a la simpatiquísima criollita Sarita Reyes.

San Nicolás del Peladero, que pasaba la noche de los jueves, era todo el humor. Amenizado por excelentes cantantes y grupos --a los que en ese entonces dábamos en bautizar como "música de viejos''-- cada interludio musical devenía no sólo eterno, sino insoportable. (Muchos años después agradeceríamos, y añoraríamos --aún sin haber salido de Cuba--, esas involuntarias lecciones de música cubana. Lo mismo sucedería con otros dos programas musicales quasi obligados: Album de Cuba y Palmas y cañas, éste último, el más claro signo del aburrimiento de los domingos y de la terrible cercanía del lunes escolar).

San Nicolás del Peladero, uno de cuyos temas musicales era el pegajoso San Pascual Bailón, recreaba la vida de un pueblito de provincia entre las décadas del 10 y del 20 en el contexto de las peleas por la alcaldía que sostenían liberales y conservadores. El elenco era de primerísimo nivel: estaba, ante todo, Enrique Arredondo con dos personajes fijos --el doctor Chapottin y Cheo Malanga, matón titular del Partido Liberal-- e infinitos personajes circunstanciales que generalmente constituían los ejes del programa. Verlo aparecer era un alivio; darse cuenta de que no iba a aparecer, un desencanto mayor.

Obviamente, ello no significa que sin Arredondo el programa desmereciera. La mujer de Arredondo --en su caracterización de Cheo Malanga-- era la dura Natalia Herrera, la única persona en todo el pueblo que golpeaba inmisericordemente al matón de Cheo.

Como alcalde vitalicio por el Partido Liberal estaba Enrique Santisteban y, como alcaldesa, la gran María de los Angeles Santana, quien hiciera popular el grito de ‘‘¡Agamenón, Agamenón, Agamenón!'' en diferentes timbres sucesivos recatado, con modulaciones de soprano, y finalmente, con inmisecordia de solar-- para llamar a su criado, que encarnaba el actor Francisco Almeida. El sargento Arencibia, jefe del ‘‘tercio táctico'' de San Nicolás del Peladero, era interpretado por Mario Limonta, y su concubina --tal como la tildaba el propio Arencibia-- pertenecía a la versátil Aurorita Basnuevo. (No en pocos momentos de nostalgia Arencibia confesaría que el amor de su vida era la mujer barbuda del circo Minguito, la cual --por una sola ocasión-- apareció encarnada por Minita Piñeiro, una actriz rubia que en otros personajes menores era apodada doble ancho a causa de su esteatopigia).

El chulo del pueblo --la gran contraparte humorística de Arredondo, aunque no exactamente su contrafigura--, era el excelente Carlos Moctezuma, siempre de dril blanco y siempre acariciando, besando y consolando a la mujer de Cheo Malanga. Los diálogos entre Arredondo y Moctezuma eran, sin duda, lo mejor de la morcilla y del ingenio de los programas televisivos de la época.

El periodista Eufrates del Valle, director del periódico El Imparcial --siempre parcial a favor del alcalde-- lo encarnaba el inigualable Germán Pinelli, siempre requerido de amores por una insoportable Escolástica que, caracterizada por la actriz Argentina Estévez, histerizaba su encuentro con Eúfrates del Valle a través del inconfundible grito de "¡chiquillo loco!''. Dueño de la farmacia del pueblo era un gallego interpretado por Juan Carlos Romero, quien junto con un sobrino (el sobrín) de rarísima estampa --del que pocos recordarán su nombre-- se la pasaban dilucidando si se decía ospirina o espirina.

Por un tiempo, Juan Carlos Romero tuvo a su cargo La Flor de Galicia, restaurante donde coincidían todos los personajes y que también fue, en otro tiempo, La Flor de Asia, a cargo del "chino'' José Núñez Sariol.

Personaje atípico era el cesante, un desempleado interpretado por el magrísimo y muerto de hambre Carlos Más y a quien el alcalde no daba trabajo porque era la prueba fehaciente de que en San Nicolás del Peladero se podía vivir sin trabajar. Fue el único que no tuvo miedo del león que se escapo del circo; tanta era el hambre de ese hombre, y de su mujer, no menos magra, que del felino sólo quedaron los huesos.

Finalmente estaba Agustín Campos como Montelongo Cañón, el siempre contrariado candidato por el Partido Conservador que después de la muerte del actor fuera sustituido por el borracho de Panchón Majagua, interpretado por Carlos Paulín. El Partido Conservador también tenía un matón, Maraña, encarnado por Pedro Bascot y a quien todos llamaban Maaña debido a su dificultad para pronunciar la "ere''. Programa inolvidable fue aquel del juicio en que Maraña acusa a Cheo Malanga de haberle dado una puñalada trapera; como Maraña afirmaba que caminó cinco cuadras con el cuchillo clavado en la espalda, el juez (un borracho Angel Toraño vendido al alcalde) condena a Maraña por el delito de portar armas en la vía pública.

Hubo, por supuesto, muchos otros actores y muchos otros personajes. Para quien fue fanático de San Nicolás del Peladero --y creo que todos los cubanos lo fueron-- la simple mención de estos personajes y de estos actores provocará una casi involuntaria sonrisa, o más probablemente, la más franca y sonora carcajada.

¿Por qué era bueno San Nicolás del Peladero? Porque más allá del libreto, sus actores eran, sencillamente, actores profesionales, y no sólo de vis cómica; eran, además, los mejores comediantes, los que sabían llevar una situación hasta sus últimas consecuencias y los que sabían darse paso con fluidez, ayudarse en el chiste, en la morcilla, hacer cada parlamento inconfundible. Y todo, como ya se ha dicho, a base de la dieta del chiste blanco. Lamentablemente, salvo escasas grabaciones de kinescopios, poco queda de todo esto.

Rumores dicen que se quería que estos programas (como el de La comedia silente) desaparecieran. Las razones nunca las he conocido y sólo atino a suponer que sería como otras tantas directivas sin ton ni son, como la de engavetar, bajo la etiqueta de música ‘‘ociosa'' (así me lo contó el poeta Sigfredo Ariel), a buena parte de esa música cubana que hoy copa el mercado y es, tanto para el turismo dentro de la isla como para el recaudo monetario de las delegaciones cubanas en ferias internacionales, uno de los mayores señuelos con que se vende el "paraíso cubano'' (yo no la pude oír cuando quise hacerlo porque no la transmitían; luego tampoco la podía escuchar porque la vendían en dólares).

Con el humor en televisión no sucedió ni siquiera eso: aquellos actores no pueden ser clonados. El humor pasó a ser, o bien de monólogos (Carlos Ruiz de la Tejera, Mario Aguirre) o bien de videos de programas extranjeros, pero ninguno de los intentos por crear un programa humorístico dio resultado cabal. Mi última experiencia con el humor televisivo dentro de Cuba fue Sabadazo, otro de los fallidos proyectos para crear programas "estelares'' de larga duración, en un medio donde la fiebre por la estelaridad y la gran escena (en la acepción que de ese término hace Juan Formell) ejemplificaba no sólo la escasez de talento, sino también el detrimento, tanto de una cultura televisiva (la cual, sin duda, en términos de actuación, dependía más de los actores de "antes'') como de efectivos mecanismos de producción para la pantalla chica.

Aunque Sabadazo procuró retomar los tipos a la manera del bufo (algunos con éxito indudable) y tuvo el acierto de incluir a jóvenes actores que evidentemente tenían la capacidad de hacer mucho más que lo que aparecía en pantalla, el efecto de conjunto no podía ser más irregular e inconsistente.

No estoy muy al tanto de lo que sucede actualmente con los programas humorísticos en la televisión cubana. Quizás (y ojalá) me equivoque, pero lo poco que he visto no me resulta muy diferente de las constantes de Sabadazo.

Haciendo a un lado actuaciones aisladas en programas musicales o, eventualmente, en espacios concebidos para rutinas de stand up, tal vez ¿Jura decir la verdad? es el programa que ha construido (sobre la base de La Tremenda Corte, a la que rinde un homenaje tardíamente permitido) tipos más simpáticos. Tipos, no obstante, que desde la perspectiva de un San Nicolás del Peladero, dan poco aliento para suponer que habrán de quedar en la memoria (salvo, quién sabe, por el desempeño de el sargento Pantera de Angel Ramis, que ya ha ocupado otros medios o, acaso, por el ingenioso amaneramiento con que Geonel Martín resuelve su Secretario).

A semejanza de los sketches de Sabadazo, los actores de ¿Jura decir la verdad? dan la impresión de ser comediantes de otro ámbito (e incluso, de otro espectro cultural) más ligado a la creación escrita que a la actuación y que tratan de hacer lo mejor que pueden para un estudio que, o bien les resulta limitado por razones extrartísticas o bien les demanda un ejercicio histriónico excesivo para su desempeño habitual, algo de lo que tampoco está exento el propio libreto. Y de ello presiento cierta cómoda rutina, acaso sintomática en otros programas semejantes: el que buena parte de las morcillas o bien son autorreferenciales (al propio programa, a las circunstancias de la actuación y de su puesta en escena, a las misceláneas en torno a ello) o bien son alusiones a la vida privada de los actores.

Del mismo modo --y con independencia de que nos cause gracia por conocer el contexto-- no dejan de ser parte de esta estructura las referencias más o menos directas a la grave situación económica o social cubana. Son en definitiva el aliciente "crítico'' para un público que en un país sin libertad de palabra, lo menos que espera escuchar de un medio de difusión es lo que se dice en la calle y parecen haberse constituido en uno de los recursos más habituales del humorismo para hacer reír dentro de Cuba. Todo ello sin tomar en cuenta factores de producción, presentación o edición que constituirían el equivalente técnico de esas rutinas en escena.

En resumen, que a pesar del buen ingenio del chiste, o de todo lo que se sobreentienda acerca de las dificultades (políticas o técnicas) con las que se hace televisión, lo que es difícil de ver en este tipo de programas es, sencillamente, un libreto bien articulado de principio a fin y representado por buenos actores.

Se ha argumentado que hay falta buenos libretistas y se cuestiona que cómo en un ‘‘país de humoristas'' no puede haber un buen programa de humor. Aparte de los estereotipos sobre el "homo cubensis'' (que independientemente de su "construcción'' también funcionan como factores constitutivos en la medida en que se actúa a partir de ellos) las capacidades, sin duda, se confunden.

El humor de la calle posee una libertad que no posee el humor de la televisión; no está en un escenario (no, al menos, en uno televisivo), sirve de válvula de escape y no paga --siempre poniendo el parche correspondiente para el caso cubano-- las consecuencias. No es necesario ser comediante para hacer reír a un conocido, pero sí es necesario serlo para hacer reír a ese mismo conocido cuando se convierte en televidente.

Poniendo a un lado el tema del profesionalismo de libretistas, actores y productores, una contradicción es evidente: por un lado el humor se considera una obligación nacional, por otra es tachado de tangencial cuando se pretenden establecer parámetros culturales "sólidos'' para distinguir la cultura cubana. Desconozco si en los últimos tiempos ha existido un verdadero paliativo a la tan mencionada crisis del humor televisivo en Cuba; una más, en definitiva, de tantas otras crisis.

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Ser culto es el único modo de ser libre. Ser bueno es el único modo de ser dichoso.
J. Martí

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